Uno de los puntos nodales para alcanzar esa independencia era nacionalizar lo que Perón concebía como "el sistema nervioso de la economía": los servicios públicos. La nacionalización más importante fue la de los ferrocarriles ingleses, en 1948, concretada a través del Pacto Andes, que establecía que la Argentina los pagaría con un crédito otorgado por el gobierno inglés a cuenta de excedentes comerciales futuros. Le siguieron los servicios telefónicos, las usinas eléctricas, las empresas de gas, los puertos, las plantas de servicios sanitarios, los seguros y los silos de campaña. La propiedad estatal de los recursos energéticos, introducida en la Reforma Constitucional del ’49, está en esa misma sintonía soberana.
En esos primeros años, la política económica peronista se caracterizó por la persecución del pleno empleo, la suba de salarios reales y el cambio profundo en la distribución del ingreso.
Respondiendo a tales objetivos, entre 1946 y 1949, los salarios reales se incrementaron en un 40%, lo que, sumado a la existencia de crédito barato -tutelado por el nacionalizado Banco Central-, provocó un crecimiento anual del consumo del 14%, favorecido también por el control de precios y la disponibilidad del aguinaldo -decretado por Farrell y convertido en ley durante el gobierno peronista; la participación de los asalariados en el ingreso total pasó del 37% al 47% en 1950 y el PBI creció un 8% anual. Estos serán los años dorados del peronismo, que quedarán inscriptos en las memorias como los años de la prosperidad y la abundancia, de las compras "por kilo".
El éxito de las medidas económicas implementadas por el peronismo durante esos primeros tres años fue posible gracias a la concurrencia de diversos factores: la existencia de reservas de divisas acumuladas durante la guerra -gracias a diez años consecutivos de superávit de la balanza comercial-, la mejora de los precios de las exportaciones agrícolas -ahora centralizadas por el Estado a través del Instituto Argentino para la Promoción del Intercambio-, el cobro de impuestos a sectores de mayores ingresos y la posibilidad de echar mano a un reciente sistema jubilatorio, dotado de importantes aportes -más del 4% del PBI en el ’48- y mínimas erogaciones -no habían muchos jubilados-.
Pero hacia fines de 1948, la inflación comenzó a incrementarse problemáticamente, lo que, sumado a que el saldo de la balanza de pagos comenzó a ser negativo a partir de 1949, marcó el comienzo de una crisis económica. Ante la negativa de un plan de ajuste -por el alto costo que tendría sobre empleos y salarios-, el Gobierno se inclinó por cambiar al ministro de Economía e implementar medidas cercanas a la ortodoxia: bajar las importaciones, disminuir el crédito, reducir el desequilibrio fiscal -a través de la creación de nuevos impuestos sobre los salarios para financiar la seguridad social, gravámenes sobre los ingresos y cargas indirectas sobre el consumo-, y bajar el gasto público -suspensión de obras en marcha, disminución de presupuestos a distintos sectores, como las Fuerzas Armadas-. A diferencia de lo planteado por el Primer Plan Quinquenal, se privilegió la estabilidad sobre la expansión y se apostó al campo -al que era preciso tecnificar- por sobre la industria.
Era el fin de los años dorados, precipitado por distintos factores. Coyunturalmente, dos fuertes sequías entre 1949-50 y 1951-52 provocaron una reducción importante en los volúmenes de producción y en las exportaciones agropecuarias; estructuralmente, el volumen de exportaciones argentinas evolucionaba descendentemente hacía un tiempo, como consecuencia del colapso del comercio internacional que había provocado la crisis del ’30.
Terminarán así tres años de expansión, iniciándose un período de fuerte contracción. Con ese telón de fondo, Perón dirá en su discurso del 19 de febrero del ’52 a los delegados obreros del Comité de la Unidad Sindical Latinoamericana: "La economía justicialista establece que de la producción del país se satisface primero la necesidad de sus habitantes y solamente se vende lo que sobra (...) Claro que aquí los muchachos con esa teoría cada día comen más y consumen más y, como consecuencia, cada día sobra menos. Pero han estado sumergidos, pobrecitos, durante cincuenta años; por eso yo los he dejado que gastaran y que comieran y que derrocharan durante cinco años (...) pero indudablemente, ahora empezamos a reordenar para no derrochar más".
El mismo Estado peronista que incentivó el consumo ahora debía desinflarlo. En febrero del ’52, meses después de haber conseguido cómodamente su reelección, el gobierno implementó un Plan de Emergencia, basado en la austeridad en el gasto público, el mantenimiento de medidas protectoras y promocionales para el sector agropecuario, el congelamiento de salarios, precios y tarifas públicas por dos años y una fuerte presión tributaria. Al anunciarlo, Perón advertirá que los argentinos debían "evitar gastos superfluos, aun cuando fueran a plazos; desechar prejuicios y concurrir a ferias y proveedurías en vez de hacerse traer las mercaderías a domicilio a mayor precio; no ser rastacueros y pagar lo que le pidan, sino vigilar que no le roben denunciando en cada caso al comerciante inescrupuloso; limitar la concurrencia al hipódromo, los cabarets y salas de juego a lo que permitan los medios". Había que ajustarse el cinturón.
El 9 de julio del 47
La Independencia Económica declarada ese 9 de julio se desdibujaba en aquellos días: ante la escasez de capital, el Gobierno descubría que su nacionalismo inicial podía entrar en conflicto con la defensa del nivel de vida popular, y que si debía optar, lo haría por lo segundo. En esa línea, en 1953 echó a andar el Segundo Plan Quinquenal, que apuntaba a arraigar la industria pesada para terminar con la dependencia de insumos importados de la que adolecía la industria nacional, impulsando una nueva fase de sustitución de importaciones, dejando la puerta abierta a capitales extranjeros dispuestos a hacer las inversiones necesarias que, por la contracción del gasto, el Estado no podía realizar. La mayor manifestación de este giro fue la negociación del conocido contrato con la Standard Oil californiana, por la exploración y explotación petrolera en 50 mil kilómetros cuadrados de tierra santacruceña, que nunca fue ratificado legislativamente y que le costó a Perón la oposición de gran parte de su coalición de apoyo.
A diferencia del cincuenta y dos inflacionario, seco y marcado por la muerte de Evita, el cincuenta y tres mostró el descenso de la inflación al 4% anual, dibujando un panorama económico estable que se mantendrá hasta después del derrocamiento de Perón.
Pero el gobierno peronista ya no gozaba de la misma salud. Comenzó a desbandarse, y las razones de ese debilitamiento fueron políticas. La oposición, el "otro país" también comenzó a manifestarse entre las filas que inicialmente habían apoyado a Perón. La asfixia política que había generado el peronismo ya no era fácil de soportar, aunque Perón reconociera, en julio del cincuenta y cinco, frente a legisladores peronistas de ambas Cámaras, que "para lograr nuestros tres grandes objetivos, la independencia económica, la reforma constitucional y la reforma cultural, hemos debido indudablemente recurrir en muchas circunstancias a ciertas restricciones que nosotros no negamos. No negamos nosotros que hayamos restringido algunas libertades: lo hemos hecho siempre de la mejor manera, en la manera indispensable y no más allá de ello. (...) La revolución peronista ha finalizado, comienza ahora una nueva etapa que es de carácter constitucional, sin revoluciones, porque el estado permanente de un país no puede ser la revolución. Yo dejo de ser el jefe de una revolución para ser el presidente de todos los argentinos, amigos o adversarios".
La integración de los disidentes al proyecto nacional llegaba tarde. El enfrentamiento y la violencia ya se habían instalado. Días atrás la celebración de Corpus Christi había sido la puesta en escena de la oposición de católicos, radicales, socialistas y comunistas. Cinco días después, el bombardeo de aviones de la Marina sobre Plaza de Mayo -parte de un plan para asesinar a Perón- dejaba 300 muertos civiles; esa noche, varias iglesias porteñas ardieron en manos de supuestos partidarios peronistas, que respondieron así a la agresión militar.
Perón intentó frenar la violencia desatada conciliando con la oposición, que pudo expresarse por primera vez en años a través de la radio. Pero este intento duró poco. El 31 de agosto, después de haber ofrecido su renuncia, en la concentración que la CGT y el Partido Peronista habían hecho para apoyarlo, Perón advertirá que "cuando uno de los nuestros caiga, ¡caerán cinco de los de ellos!": el país quedaba fracturado, abriéndose la antinomia peronismo-antiperonismo.
Sobre ese clima se impondrá la Revolución Libertadora, que comenzará, bajo el lema "ni vencedores ni vencidos", la desperonización del país. Inicialmente, bajo órdenes de Lonardi, de manera moderada, pero más tarde, comandada por el vicepresidente Rojas, llevará adelante una política de abierta ruptura con el régimen depuesto. El peronismo será proscripto, se intervendrán la CGT y los sindicatos, dirigentes políticos y sindicales serán detenidos, se derogarán las leyes que declaraban a Evita Jefa Espiritual de la Nación y se disolverá la Fundación que llevaba su nombre, se incautarán los bienes del Partido Peronista, se destruirán edificios y monumentos y se prohibirá el uso de cualquiera de sus símbolos y de expresiones como Perón, Eva, peronistas y "compañeros".
Era el fin del "primer peronismo", de la experiencia política más importante y compleja de la historia nacional, que dejará el registro de múltiples memorias, entre las que se destacarán dos antagónicas: la de los incluidos y la de los excluidos. La primera, arraigada entre los trabajadores, los "descamisados", los que se sintieron beneficiados por el régimen, incluidos por primera vez en un proyecto político cuya bandera principal era la justicia social. La segunda, sostenida por los antiperonistas, los estigmatizados como "gorilas" u "oligarcas", que se sintieron no sólo excluidos, sino permanentemente amenazados, que recuerdan esos años marcados por el autoritarismo, la demagogia y la persecución.
Atrás quedaría el nacimiento de la "Nueva Argentina" y de la "Comunidad Organizada" donde los grandes grupos de interés dirimirían sus diferencias bajo la supervisión estatal; la doctrina justicialista convertida en doctrina nacional, la "peronización" de las instituciones -a través de textos escolares, la proliferación de imágenes de Perón y Eva y la obligación de afiliarse para conseguir trabajo-, la imposibilidad del disenso, el silenciamiento de la oposición. Atrás quedaría también el protagonismo de los trabajadores, la distribución más equitativa del ingreso, y el intento por alcanzar la Independencia Económica, intento que, más de medio siglo después, sigue sin dar frutos.