El contexto internacional y el americano no eran menos críticos al que enfrentaba el gobierno revolucionario de la Provincias Unidas, surgido en los confines australes del antiguo imperio español. La idea originaria del grupo más radicalizado de ella -como Mariano Moreno- de organizar un Estado centralizado a lo largo y ancho de la antigua jurisdicción virreinal era objeto de duros cuestionamientos. La reversión de derechos soberanos, ese argumento conforme a derecho que habilitó la formación de la Primera Junta Patria, había permeado la jurisdicción de tal modo que las oposiciones no se dirigían sólo a la antigua capital del reino sino a cualquier ciudad que pretendiera erigirse en cabeza de otras subalternas.
Si la Revolución había habilitado a romper vínculos hasta entonces existentes y a crear otros nuevos, la guerra habría de convertirse en una herramienta decisiva para expandir la política revolucionaria más allá de los límites de Buenos Aires. No todas las ciudades y sus respectivas jurisdicciones respondieron de manera favorable a los preceptos revolucionarios interpretados desde la Capital. Mientras Cuyo, Tucumán y Salta adhirieron de manera casi inmediata al gobierno revolucionario, y Córdoba era sofocada después de encarar una ofensiva contrarrevolucionaria, la Banda Oriental exhibía una respuesta dual: mientras los pueblos de la campaña, alentados por sus curas párrocos y liderados por Artigas, apoyaron el movimiento, Montevideo (vieja rival del Plata) mantuvo lealtad al rey. Paraguay ofreció un panorama diferente. En 1811 había rechazado el gobierno instalado en Buenos Aires y desde 1813 las tendencias separatistas fueron robustecidas por el Dr. Gaspar Rodríguez de Francia, que dominó el escenario político hasta su muerte en 1840. En el norte, la guerra sólo había evitado detener el avance realista en Tucumán y Salta -con las exitosas batallas conducidas por Belgrano- y estaba a punto de obtener el último golpe que habría de determinar la separación definitiva del Alto Perú después de la derrota patriota en Sipe-Sipe (noviembre de 1815). Otro escenario ofrecía la guerra en la Banda Oriental, frente al rechazo del centralismo porteño por parte de Artigas y sus seguidores. Desde 1813 todas las campañas militares dirigidas para sofocar la insurrección que conducía el líder de los orientales habían fracasado. Hacia 1815 su influencia se había extendido a Entre Ríos, Corrientes, Santa Fe y Córdoba. El entonces Protector de los Pueblos Libres -que propiciaba una confederación al estilo norteamericano- mantenía no sólo la guerra contra los promotores de tendencias centralistas sino que su arenga patriótica iba dirigida a todos los gobiernos "tiranos" que resguardaban los intereses de los "mandones" que ponían reparos a la representación de los pueblos y de los "hombres de lanza y bota de potro" que poblaban sus campañas.
Las voces y las armas de Artigas iban dirigidas contra los directoriales, esos personajes nucleados en la Logia Lautaro que habían propiciado concentrar el poder a través de la creación de un Ejecutivo unipersonal que encabezó el gobierno de las Provincias Unidas entre 1814 y 1820.
Pero sería inapropiado asignar al fenómeno Artigas el único factor que interfería los propósitos de los directoriales, en cuanto la misma conducción del gobierno central era objeto de controversias. Frente al panorama incierto que ofrecía el desarrollo político en Europa -poco propicio a reconocer la independencia en función de los acuerdos establecidos entre Fernando VII y Gran Bretaña- y los propios avatares de las guerras de Independencia en suelo americano, los reunidos en la Logia diferían en sus planes: mientras Alvear encabezaba la opinión de renunciar a la intensificación de la lucha en favor de la limitación de objetivos revolucionarios, San Martín representaba la que proponía robustecer la opción militar de la Revolución, para lo cual debía influir y contar con el apoyo de los gobiernos locales. Si el curso posterior de los acontecimientos permite entrever el éxito de la opción sanmartiniana, la renuncia de Alvear como Director Supremo abrió las puertas a la convocatoria de un Congreso, en medio de un agudo cuadro de relaciones políticas que no sólo afectaba el área de influencia artiguista sino que se introducía en la misma Buenos Aires. La estrella de Alvear -el exitoso militar que había conquistado Montevideo en 1814- había caído como consecuencia de una sublevación del Ejército de Operaciones al mando de Álvarez Thomas cuando se confraternizó con Artigas, convirtiéndose en punto de partida de las deserciones de soldados que se mantuvieron incluso bajo la conducción posterior de Belgrano; pero el problema no era tan sólo el de una autoridad incapaz de imponerse entre las filas de los enrolados -voluntaria o compulsivamente- de los ejércitos patriotas. Fabián Herrero sostiene que el problema era más agudo, al constatar la existencia de individuos y grupos de la ciudad y la campaña de Buenos Aires favorables a tendencias confederativas, relativamente afines a las proclamadas por el líder de los orientales. Para entonces esa constelación política que se elevaba como alternativa de poder al gobierno de las Provincias Unidas -y de sus tenaces defensores como Pueyrredón y San Martín- intentaba adquirir mayor peso institucional con la convocatoria a un Congreso federal a realizarse en Arroyo de la China a mediados de 1815. A esa altura, Entre Ríos y Corrientes adquirían status de "Provincias confederadas e independientes", Santa Fe con Mariano Vera a la cabeza "declaraba su independencia" y Córdoba elevaba, según Mitre, el "estandarte del federalismo" después de ser destituido el gobernador afín a los directoriales y elegido un federal en su reemplazo. Según Paris de Oddone, cuando en los primeros meses de 1815 "la bandera tricolor de los federales flamea entre Córdoba y Montevideo, de Paraná hasta Misiones", el artiguismo llegaba a un efímero apogeo convir-E9 de julio 2004 tiéndose en una grave amenaza para Buenos Aires.
De representantes y representados
Este cuadro de aguda inestabilidad y conflictividad política no impidió, sino que aceleró, los pasos para reunir un Congreso Soberano que declarara la Independencia y dictara una Constitución para el nuevo Estado. El Cabildo de Buenos Aires y la Junta de Observación, que asumieron el mando después de la renuncia de Alvear, enviaron las circulares a las provincias para la reunión. Los conceptos y procedimientos que guiaron la selección de los representantes eran acordes con el signo del nuevo tiempo: los "pueblos" -ciudad y campaña- debían hacer uso de sus derechos soberanos para elegir sus diputados por medio de elecciones regidas por el Estatuto Provisorio de 1815, que establecía la elección de un elector cada 5.000 almas, los cuales debían surgir de asambleas primarias y secciones electorales. Esos mecanismos electorales inspirados en el principio de soberanía popular que aparecían mixturados de las instituciones heredadas del antiguo régimen indiano, dieron como resultado una representación de tipo notabiliar, que canalizaba necesariamente una representación territorial. Letrados, religiosos y políticos prácticos, en su mayoría involucrados en la vida pública desde antes de la Revolución e imbuidos del espíritu ilustrado, conformaron el elenco de congresales que representaron a Buenos Aires, Cuyo, el Alto Perú y Córdoba en las sesiones deliberativas y resolutivas de Tucumán.
Monarquía y república
Pérez Guilhou restituyó las ideas políticas que prepararon y dieron forma al Congreso Soberano reunido en Tucumán, esa ciudad estratégica que permitía alejarse de la conflictividad porteña, como también permitía acercar posiciones con los emigrados altoperuanos, que participaron de la iniciativa como herramienta de combate contra los realistas. Ese clima político da cuenta que los años transcurridos desde 1810 eran pensados como "tiempo perdido", en el que las "libertades quiméricas" habían dado curso a la "anarquía" y la lucha entre facciones. Ese tipo de reparos no suponía asumir como precepto gobiernos despóticos, sino que la soberanía popular era asumida como principio de legitimidad irrefutable. Así también, la Declaración de la Independencia se imponía como una cuestión de circunstancia sujeta a la imposibilidad de que la monarquía española aceptara la formación de un gobierno autónomo. Finalmente, la decisión política de ser independientes traía consigo la necesidad de organizar un Estado, y éste sólo podía ser pensado a través de una Constitución que lo instituyera.
Aunque finalmente la República fue la forma de gobierno aceptada para organizar la nueva nación, el debate en el Congreso, como la opinión forjada en la prensa porteña, da merecida cuenta de que la monarquía atemperada era pensada como salida institucional posible. Si el clima intelectual y político de la Restauración europea permite comprender que no se trataba de ninguna propuesta extemporánea, la percepción del desarrollo político local y americano era quién conduciría este tipo de soluciones institucionales. Para Belgrano, uno de los que sostuvieron con énfasis la adopción de una monarquía incaica, en ese momento en que el "desorden y la anarquía" envolvían a las Provincias Unidas, era necesario "monarquizarlo todo". A su juicio, la mutación de ideas en Europa y el desarrollo de la monarquía inglesa, invitaban a considerarla. La opción monárquica también era defendida por San Martín en cuanto favorecía la concentración de autoridad. En su opinión, la organización republicana fomentaba tendencias localistas que iban a contrapelo del objetivo de acelerar la Revolución y la guerra, para lo cual era requisito ineludible formar un Estado fuerte y centralizado. Ni la República, ni menos aún la federación, eran formatos propicios de convivencia política en estos territorios. No sólo porque se trataba de modelos políticos ajenos por completo a las instituciones y a la costumbre de la América española. Ante la ausencia de ciudadanos virtuosos, educados bajo el imperio de las luces o de la Ilustración, el espectáculo ofrecido por formas de participación política directa al estilo de las "montoneras", estaba en las antípodas del sujeto político que debía fundar las nacientes naciones americanas.