"Hay una victoria que no tiene sustitutos: los que no pueden vencer al esclavo que llevan dentro, no serán capaces de vivir en una sociedad libre."
Vladimir Bukovski
ROSARIO.- No solamente los maestros enseñan. Toda persona que en el seno de la sociedad ocupa un cargo referencial genera en los que observan su conducta una expectativa. Se espera de él, o de ella, una ejemplaridad. Es decir: acciones y omisiones que guarden relación con el empleo que ejerce. En el origen de la relación se asienta esta demanda. Todo oficio -siempre- es una respuesta a una necesidad. Porque padecemos perturbaciones en nuestro cuerpo y en nuestra psiquis, existe la medicina. Ella es el intento de recuperar la salud, o de contribuir a ello. La infinita gama de necesidades y apetencias humanas es la matriz constante de todo oficio. El prestigio del que lo ejerce depende de sus resultados. Cuando lo que se consigue de él sobrepasa lo que se esperaba, asistimos al éxito, a la fama, a la autoridad. Caso contrario, es el fracaso, es decir, defraudar lo que se anhela.
Todos los oficios enseñan. Del más modesto al más encumbrado. En rigor de verdad, deberíamos coincidir en que todos son importantes, desde el momento en que son necesarios. Un enfermero, un chofer, una telefonista pueden hacer de nuestra vida cotidiana un paraíso o un infierno. Hay que revisar ese prejuicio reaccionario que considera importante ser ingeniero, industrial, empresario, pero no electricista, plomero, cocinero. La respuesta a la demanda marca el nivel de la calidad del oficio. Una respuesta excelente señala la pericia y el prestigio de quien la da. Desde luego, en el prestigio bien ganado del oficio juega un papel fundamental el valor que defiende o protege. Lo saben desde siempre los médicos: se trata de la vida.
De todas las profesiones, tal vez ninguna tenga la importancia y la trascendencia de la docencia. El maestro instruye, transmite conocimientos, pero su tarea medular no tiene que ver con la información, sino con la formación. Acompaña al alumno en el proceso de su formación interior y contribuye a ello. Arturo Capdevila supo decir que quien se enfrenta con educandos tiene ante sí dos tareas principales: hacer que el alumno se descubra, es decir, sepa quién es, y, luego, que acometa la aventura de inventarse, es decir, que construya el personaje que -en función de sus aptitudes y sus carencias- quiera ser. La autenticidad de su vida tendrá todo que ver con esa fidelidad entrañable. La gran tentación maléfica de quien enseña es confundir los roles. Y, en vez de ayudar a desarrollar lo bueno que cada alumno trae dentro de sí y le pertenece, intente imponer sus propias convicciones. La línea divisoria es por momentos sutil, pero existe.
Exponer los valores universales, las creencias comunes, las normas culturales con vigencia general es tarea del que enseña. Transmitir, de generación en generación, las pautas de conductas corrientes es contribuir a mantener y acrecentar el acervo valioso. Otra cosa, pecado mortal del docente, es pasar mercadería de contrabando. Tomar la cabeza del discípulo como un ámbito para colonizar.
La doctora Elisa Bellmann tuvo la generosidad de acercarme el libro del búlgaro Tzvetan Todorov La conquista de América, en el que, hablando del pasado con pavorosa actualidad, describe la eterna mentalidad autoritaria. Todos nos consideramos Cortés y al prójimo, Moctezuma: creemos que la cabeza del otro está para ser colonizada por nosotros. El siglo XX fue un muestrario de ese impulso maléfico. Lamentablemente, no ha desaparecido con el siglo, sino que continúa en vigor.
El monopolio de ese vendaval perverso no lo tiene nadie. Está diseminado y sopla desde cualquier cuadrante. Pero donde se vuelve intolerablemente fatal es en el ámbito específico de la escuela.
Resulta difícil, casi imposible en nuestros días, hacer que todos tomemos conciencia de la importancia absolutamente fundamental que tiene la educación. La inmensa mayoría, mecánicamente, como si fuera una cartilla de colegio o un catecismo, de la boca para fuera, repite las loas habituales. Pero los actos concretos demuestran una olímpica indiferencia. Un sistemático olvido, un desprecio cotidiano hacia la tarea educativa y hacia los protagonistas de la tarea. Podríamos resumir, con rigor, que la sociedad argentina actual ha abandonado a su suerte a la escuela. Asistimos a una institución boyante, como si fuera remanente de naufragio. En términos jurídicos, por momentos, la escuela y su tarea parecen al resto de la sociedad un bien mostrenco. Es decir, objeto sin dueño del que puede apropiarse cualquiera. Y así andamos.
La manifestación más acabada de la ola neofascista que la Argentina de nuestro inmediato pasado padeció hasta el delirio fue la sistemática política de intentar destruir a Sarmiento. Se lo acusó de todo lo malo y, en una inmensa ola de contracultura, se lo llegó a calificar de traidor. Esto tiene, sin embargo, su lógica. El totalitario, como un Frégoli perpetuo, puede disfrazarse de cualquier cosa, pero tiene el alma cautiva. Como no se pertenece a sí mismo, necesita patrones, capataces, estancieros, a la manera antigua, que le digan lo que tiene que creer y aplaudir. Desde luego, lo que tiene que votar.
El prototipo histórico argentino de ese dueño de ganado y de voluntades es Juan Manuel de Rosas. Sarmiento fue la contracara del Restaurador y el odio inextinguible que le tienen, un reflejo. El sanjuanino les disolvió el paraíso ideológico. Trabajó siempre para que el hombre del montón, el cualquiera, dejara de serlo. Pero su muerte sacramental no fue violenta. Tuvo lugar en los bancos escolares de todos, donde todos, gracias al alfabeto, se volvían lentamente ciudadanos. Esto quiso y quiere decir: transformarse en dueños de sí mismos y en protagonistas de sus propias vidas.
La dimensión de Sarmiento, que es enorme, está basada en que entendió lo que la inmensa mayoría de sus contemporáneos no entendían. No se trataba entonces ni se trata hoy de educar a una capa de talentos exquisitos, a un grupo de individuos poseídos por condiciones sociales o intelectuales especiales. Se trataba, y se trata, de educar a todos. No por razones evangélicas de generosidad o altruismo, sino por una necesidad imperiosa.
La clave del nivel cultural de un país no está en sus academias o en sus universidades, aunque tengan mucho que ver con él: está en la calle. En sus esquinas, en sus veredas, en sus avenidas. Isidoro Ruiz Moreno suele decir que la línea intelectual de los profesores universitarios de Londres, de Oslo, de Berlín, de Bruselas, de Buenos Aires pueden y suelen ser similares. Lo que no es similar son sus aceras y la gente que camina sobre ellas.
Guillermo Jaim Etcheverry tituló uno de sus libros La tragedia educativa. Horacio Sanguinetti, otro suyo La educación argentina, en un laberinto. Estos títulos resumen y grafican, con exactitud de relojería, lo que nos aqueja a los argentinos. El combate no es pedagógico, en el sentido escolar del término: es político. Los que aspiran a perpetuar el país como un territorio de ganado predispuesto a ser arreado están en puestos claves del gobierno actual. Quieren seguir siendo capataces perpetuos. Tal vez el rencor que manifiestan contra el campo radique en que no encuentran en esos ámbitos rurales peonada suficiente. De eso se trata: de resistir el brete y el corral para seguir siendo República. Tenemos que aprender a enseñarles esto a los que mandan.
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22 de noviembre de 2024