La muerte de Luis Triviño es un gran excusa para la evocación, pero también para comprender los alcances de la tarea intelectual universitaria. Su profunda vinculación académica no le impidió ser un respetado referente social. El perfil de un humanista que hizo del consenso su mejor argumento político.
Luis Triviño tuvo una acentuada vocación docente y en esa circunstancia entró definitivamente en mi afecto y en mi admiración. Pero tal vez la mayor dimensión docente de Luis estaba –paradójicamente- fuera del aula.
Eran tiempos de la recuperación democrática, de la mística de la participación universitaria en la construcción de un país arrasado. Él era uno de esos tipos que estaban convencidos que era tal la degradación y la urgencia que se precisaba de todos. Sin distinción alguna, por principios; pero también para hacer tabla rasa con los modos excluyentes y tortuosos de la dictadura.
Su prédica del consenso en la política, del diálogo en la relación interpersonal y de la amplitud en la conducción hicieron de él un referente indiscutido en el ámbito de la UNCuyo, surgido –justamente- de los pasillos de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, donde un grupo de jóvenes y algunos profesores le propusimos crear la carrera de Comunicación Social.
Así, como decano y luego como rector puso proa a un proyecto progresista, inclusivo, democrático para la universidad pública y gratuita que también era urgente poner de pie. Y como ejemplo tal vez valga una sola mención: en su gestión se creó el Laboratorio de Derechos Humanos, cuando esta problemática era apenas una preocupación de los organismos defensores.
Fue un tipo agradable, profundamente humanista, tanto en su cátedra Antropología Social y Cultural, como en el buffet de la charla informal. Formó parte del Llamamiento de los 100 para seguir viviendo, una instancia pacifista frente a la carrera armamentista mundial y el desarrollo nuclear de las potencias; pero más allá de eso, también se preocupó por los huarpes de Lavalle, que fueron su objeto de estudio antropológico, pero también su pasión de investigador social.
Sus últimos años fueron más que difíciles. Agobiados por los achaques de la edad, pero también por las dificultades económicas, sobrellevó ambas con una dignidad encomiable. Su jubilación docente no le permitía una vida holgada, ni mucho menos; pero sin embargo, siempre estaba dispuesto a dar más. Escribir un libro, dar una charla, o seguir trabajando para llegar a fin de mes.
Hizo de la Sociología un modo de vida cotidiano, compuesto de la observación y el razonamiento que debería movilizar a cualquier pensador de se precie de tal. Nunca le levantó un altar a los libros, aunque los haya amado con locura; nunca sacralizó el empirismo, porque para eso era un hombre de la Academia. Su equilibrio también marca un camino de acción y compromiso para los universitarios que tanto debaten sobre su vínculo con la sociedad. Él era un universitario profundamente relacionado con los mendocinos.
Hace unos años participé con él en un proyecto de planificación cultural y fue un placer seguir aprendiendo de su lucidez intelectual, de su vastedad teórica y de su sapiencia vital, más importante que cualquier otra. Su vitalidad era admirable, como sus consejos y sus aportes que también forman ahora parte de su obra.
Pasó del agnosticismo al ateísmo, con la misma soltura de quien enfrenta la inminencia la muerte con la tranquilidad del deber cumplido, despojado y sin culpas. Supo que muchas veces esta vida no tiene más sentido que lo que somos capaces de darle con nuestros actos y nuestras ideas. Y que todo lo demás no es otra cosa que bella literatura, tremendos pasatiempos en que -miedosos y dubitativos- los humanos creamos para contentarnos y contenernos.
Su familia, por expreso pedido de Luis, ha rechazado cualquier honor post mortem. Y los que lo conocimos, podemos entender esa actitud que podría haber tenido mucho más sentido en vida. Afortunadamente, le pude decir estas cosas y también escribirlas hace mucho tiempo atrás, cuando aconteció su jubilación, para su vergüenza y posterior humilde agradecimiento.
Más allá de eso, estas líneas no apuntan ni al bronce, ni al recuerdo. Su humanidad con bastón de los últimos días se hubiera molestado también conmigo. Simplemente están destinadas a la evocación de un humanista de carácter y espíritu, un demócrata de pies a cabeza, un intelectual atípico cuya figura marcó a toda una generación.