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Cine nuevo: repensando Argentina

A partir de esta nota y en varias entregas consecutivas, una visión de los diez años que pasaron de “nuevo cine argentino”. Sin pretender un catálogo de producciones del cine nuevo del país más al sur, ni cristalizar la sinergia de muchos buenos nuevos directores que todavía tienen mucho para aportar, este enfoque pretende a modo impresionista, si se quiere; revisar los modos de conducción que tuvo nuestro país, al mismo tiempo que  renovar la mirada sobre una expresión realmente auténtica de nuestra forma de ser: el cine argentino. Por Gastón Ríos

02 de noviembre de 2005, 11:16.

imagen Cine nuevo: repensando Argentina

 

¡MIRAD MORTALES..! (IMÁGENES POST MENEMATUM)

La idea sobre el actual nuevo cine argentino ronda en torno a una concepción donde convergen una serie de factores socio-políticos y económicos que, sin rebasar el umbral estético, se erigen como destellos señeros en la construcción de esta cinética cosmovisión de la Argentina de hoy.

Hemos asistido en los últimos diez años a una variable consecución de films argentinos que sorprenden a partir de sus relatos y de la despojada estética que prevalece en muchos de ellos. Una camada de jóvenes directores, hijos de una de las más infames décadas vividas en el país (década de los ’90 y su pre manifestación a partir de los primeros años de gobierno del Dr. Carlos Saúl Menem desde el ‘89), sin pretensión alguna y faltos de basamento programático, congelaron en la obra el fresco casi documental que los viejos “sueñeros” del cine argento no supieron plasmar. Lo “nuevo” diez años después.

Movimientos eran los de antes

Un “sacudón” notable en la historia del cine argentino. Aunque en muchos casos se lo llama “movimiento” -cosa que puede ser discutible desde varios aspectos. A partir de la progresiva disipación de la Nueva Ola francesa, el mundo produjo “sacudones” mayormente cercanos a los intereses creados de la industria o al marketing personal de algún que otro trasnochado, pero astuto, director. Las grandes placas tectónicas del cine parecieron haberse acomodado por lo menos después de la gran ola francesa.

Al parecer, los “grandes” y auténticos movimientos -por llamarlos de alguna manera- procedieron luego de los “grandes” acontecimientos que marcaron para siempre el rumbo de la humanidad o que, por lo menos, dejaron una impronta en el país donde se originaron. Así, por ejemplo, el neorrealismo italiano parece surgir de las cenizas y las entrañas abiertas de la Italia post-fascista, como manifestación simbólica de lo real y como reflejo de las adversidades ya superadas, particularmente para reclamar la legitimidad de la representación, de la interpretación y la explicación, sobre todo; y de esta manera,  echar  luz sobre el espanto predecesor. También parece haberlo hecho en menor medida el expresionismo alemán 20 años antes, mientras se gestaba la avanzada nacional socialista.

La nueva ola francesa, con base programática como el neorrealismo italiano,  o por lo menos con un corpus ideológico, también levantó su voz en medio de la convulsión y el achatamiento cultural de Francia a fines de los ‘50. Es allí donde se clama por una nueva estética, siempre fuertemente emparentada con el registro de lo real. Tanto en el caso del neorrealismo italiano, que ya desde su nominalización original se muestra como un buscador de verdad en lo real, como en el de la nueva ola francesa, que sienta sus bases en “baziniano” padrinazgo de lo real; la ruptura y la realización son el vivo reflejo del espíritu subcutáneo de la sociedad que las concibe. Es llamativo que  a partir de todos estos movimientos, “movidas” o “sacudones” cinemáticos se encuentre por lo menos un elemento que persista en no ser degradado: el argumento fuertemente encontrado en la realidad. La ficción explica la realidad a su modo, pero siempre enlazada y simbiótica con la mirada real en busca de verdad. 

¿Acaso existe otra manera de encontrar una explicación simbólica o síntesis de los acontecimientos ocurridos más completa que no sea el arte y, en este caso, el menor o mayor -dependiendo de la mirada-transfigurador de todas las artes? ¿Cómo es posible que “Roma, ciudad abierta” descubra en toda su magnitud el sufrimiento producido por la guerra? ¿Hubiera sido posible una “neoficción itliana” lego de la guerra? La respuesta a esta última pregunta  se encuentra en el posneorrealismo; pero para que existiese un “pos”, primero tuvo que ser la aridez del “neo” y la búsqueda de respuestas a las atrocidades de la guerra. Lo cierto es que el neorrealismo estuvo siempre en la frontera de esa “ficción” realista y en lo que Giulio Castello llamó “película didáctica”, dos formas aparentemente antitéticas que impulsaron con igual fuerza el contenido y la expresión del movimiento.  “La sinceridad, la aparición de un modo de contar nuevo, que permitía al espectador, acostumbrado a infinitas fórmulas más o menos convencionales, observar el rostro de un país, de un pueblo, y recoger el más sincero y antirretórico examen de conciencia”.[1]

Es decir, por lo menos esa simbólica explicación primera de la expresión, ese “examen de conciencia”, tendería  a ser lo más fiel posible a la realidad. La preocupación de Rossellini fue siempre la misma: huir del virtuosismo, de las manifestaciones artificiales y el refinamiento de la forma, en provecho de lo que él llamaba “la inocencia y la inteligencia de la mirada” o, en tal hermenéutica, la sinceridad primera de esa mirada explicativa, examinatoria.

A fines del siglo pasado, encontramos en Europa lo que muchos denominaron el nuevo movimiento cinematográfico de la década de los noventa o el último movimiento del siglo: el Dogma ’95. No solo con base programática y un conjunto de buenos directores en consenso y agrupados, sino también con un manifiesto donde se exponía claramente la dirección del grupo. Hoy en día, sabemos que aquello que la prensa llamó “movimiento” no es tal, que varios de sus miembros traicionaron basta y tempranamente el manifiesto, o que tomaron rumbos estéticos muy diferentes a los que proponían (sobre todo su alma pater, Lars von Trier). Resultado: una buena operación de prensa, buenos fuegos de artificio y un puñado de buenas películas.

[1] Castello, Giulio Cesare. El cine neorrealista italiano. Buenos Aires, Eudeba, 1965

 

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