La chica que ya sabía leer y escribir —\"sumar, restar, las tablas\", aporta su mamá— cuando entró al jardín de infantes recibió ayer su título acompañada por su padre, Daniel —policía de la Bonaerense—, su madre, Adriana, y su hermana Gabriela, dos años menor que ella. Antes del inicio del acto rogaba que no hubiera ninguna mención especial a su caso. \"No me gusta\", dice, arrugando la cara en un gesto de asco. Y queda claro que nunca le cayó bien el trato diferencial.
\"A los 9 años terminó la primaria, a los 13 el secundario, a los 12 iba como oyente a la Universidad de Morón, donde ingresó a los 14 años\", recita la madre los logros de la hija. Mamá Adriana es la memoria-archivo de la joven, a quien todavía le insiste que estudie, que tal día tiene un parcial. Daniela aprendió a escabullirle las fechas de sus exámenes.
Evidentemente, Daniela no quiere ser la \"chica 10\". Da toda la impresión de que, además, lo esquiva. De hecho, dice que no le gusta sentarse a estudiar y que agarra los libros con la fecha encima. Tampoco sabe cuál es su promedio como licenciada en Química —\"¿siete con noventa?\", le pregunta a la madre— y recuerda apenas que en el secundario tuvo un promedio alto. \"Nunca busqué la nota; me parece tonto\".
¿Qué es lo que distingue a Daniela González de buena parte del resto de los mortales? Los tests dijeron que posee una \"inteligencia muy superior\", informa su madre.
Daniela se enfrentó a esos tests cuando era una nena de 6 años, por sugerencia de los responsables de la escuela Nuestra Señora de Itatí. Al segundo día de clase de primer grado llamaron a la madre para decirle que la nena ya estaba alfabetizada. Y la mandaron a un psicólogo que dijo, con curiosa precisión, que Daniela daba una edad intelectual de \"once años y nueve meses\".
A los 20 años recién cumplidos —los festejó el 30 de octubre—, Daniela no tiene buenos recuerdos de aquellos tests. \"La impresión que me dejó es que no se podía descubrir mucho con ellos; no me resultan confiables\".
Observaron también, dice la madre Adriana, que \"ella podía dar más, y que si no lo hacía era para mimetizarse con los demás\". A los ocho años la vieron otros especialistas, quienes concluyeron que a esa edad había llegado al máximo desarrollo de su lenguage lógico y formal. Una especie de confirmación: había un bocho, un cráneo, una genia en la casa.
Daniela escucha todos estos relatos otra vez con muestras de paciencia. La familia no reniega de la exposición, que les ha dado frutos: Daniela fue becada por la Universidad de Morón y la Fundación Fortabat les regaló la casa en la que viven en Castelar. No se quejan: la chica tiene trabajo, en la Municipalidad de Morón y en un laboratorio. Pero les gustaría también ver la presencia de las autoridades educativas alrededor de ella. Protesta la madre: \"Nunca hubo un seguimiento de su caso\".
—¿Es difícil ser más inteligente?
—Cuando era chica, había mucho recelo de las maestras, que en vez de apoyar... No andaba llorando por los rincones, pero me importaba. Ahora me pasa que mi título de licenciada parece que valiera menos porque soy joven.
Hincha de Independiente, para contrariar a sus padres de Boca, detesta a esas asociaciones donde se juntan los superdotados. \"Es ridículo, juntarse para adularse\". La madre alude a los geniecillos que \"hablan difícil\" para darse ínfulas y Daniela dice: \"Yo, para hablar, soy tonta\". La madre asiente: \"No demuestra lo que es\". Y ella retruca: \"¿Qué soy? Nada. Todavía no le sirvo para nada a la sociedad. Cuando sirva, me voy a dar aires\".
El cronista quiere hablar de deportes. Ella lo sorprende: revela que de chica colgaba una almohada. Para golpearla. Y que ahora encontró en el Club Deportivo Morón lo que buscaba desde hace tiempo: un lugar para hacer box.