Es a mediados de la década del 80 que tanto en Europa como en América latina surge una reflexión sobre la necesidad de desarrollar mecanismos específicos de evaluación y acreditación de los sistemas de educación universitaria para dinamizar instituciones que, libradas ya a las fuerzas del mercado, ya a su propia lógica interna, no siempre optan por la calidad como valor máximo.
La reflexión se diversificó: qué significa la calidad en la educación universitaria, qué se debe evaluar (programas, carreras, instituciones), qué organismo(s) debe(n) asumir las funciones evaluadoras, cómo debe estar compuesto, qué debe tenerse en cuenta, (insumos, procesos, resultados), etc.
Hoy las diversas respuestas se expresan en que evaluación y acreditación en el mundo presentan muchas diferencias entre sí. Junto con las controversias técnicas, también fue necesario discutir acerca de la legalidad y legitimidad de los sistemas y organismos evaluadores y acreditadores: ¿cuál debe ser el soporte legal de esas tareas? ¿Cómo conseguir que los actores universitarios las reconozcan y acepten?
En Estados Unidos, por ejemplo, las agencias acreditadoras existen desde comienzos del siglo XX y surgieron a partir de la iniciativa de las propias universidades y colegios. La legitimidad de los sistemas de evaluación y acreditación fue construida por las mismas instituciones de manera descentralizada y autónoma, hay diversas agencias acreditadoras por disciplina y seis evaluadoras de instituciones que se distribuyen el territorio, y una (CHEA), que las nuclea. Los marcos legales, federales y estaduales, fueron posteriores a su existencia. La legitimidad y la legalidad se ha construido desde la comunidad universitaria, aceptándose en la sociedad civil, para finalmente derivar hacia el Estado. Este año seremos testigos en el Congreso de los Estados Unidos de una nueva polémica entre quienes sostienen el papel creciente del Estado en exigir parámetros de calidad como prerrequisito para financiar investigaciones y becarios, y quienes optan porque la acreditación siga siendo responsabilidad de las organizaciones de la sociedad civil.
Un ejemplo opuesto encontramos en nuestro país. Aquí ha sido el Estado quien impulsó la organización de sistemas de evaluación y acreditación. A mediados de la década de los 90 la Ley de Educación Superior pautó dichos mecanismos, formalizando la existencia del Consejo de Universidades —conformado por las autoridades de los entes que agrupan a los rectores de universidades estatales y de universidades privadas— y creó la Comisión Nacional de Evaluación y Acreditación Universitaria (CONEAU) como organismo de aplicación. La legalidad precedió a la legitimidad y aquella fue construida desde el Parlamento hacia la comunidad universitaria, teniendo poca presencia la propia sociedad civil.
La situación inicial era de por sí complicada, porque muchos actores universitarios sostenían que acreditación y autonomía eran incompatibles, y que se pretendía establecer un ranking de universidades para avalar cierres de algunas, arancelar o fijar cupos de ingreso irracionales.
En ese contexto, la construcción de una legitimidad para la evaluación y la acreditación dependió del tiempo y los hechos. Las fuertes exigencias para la autorización de nuevas instituciones, por ejemplo, logró actuar como muralla de contención frente a la proliferación de nuevas instituciones, que se había dado a comienzo de los 90; la acreditación de los posgrados ha asegurado pisos mínimos de calidad; la acreditación de las carreras de medicina e ingeniería ha permitido no sólo conocer en profundidad la situación de esas carreras sino también facilitar información muy pertinente para que el Ministerio pueda adoptar planes para su mejoramiento; los procesos de evaluación de instituciones se han convertido en poderosos estímulos para la transformación de muchas de ellas. Lejos de ser avasallada, la imprescindible autonomía universitaria se afianzó en un marco de búsqueda de la calidad.
Por supuesto, habiendo ya miles de resoluciones, se han deslizado errores. Peo el tenor de los mismos ha ayudado a mejorar el sistema y a involucrar más activamente a los pares evaluadores, a los docentes y a las autoridades universitarias.
Y ese involucramiento, incluso muy crítico, ha sido fundamental a la hora de ir desarrollando una especie de "cultura de la evaluación", que también se expresa en la existencia de áreas de evaluación y control de la calidad en numerosas instituciones universitarias. En la actualidad, todas las universidades argentinas, privadas y estatales, participan del sistema, excepción hecha de la UBA, cuyo cumplimiento de la ley es espasmódico. La legitimidad se ha construido de arriba hacia abajo en un primer momento, pero se retroalimenta también de abajo hacia arriba y de manera transversal.
Ni mejores ni peores, el caso norteamericano y el argentino muestran dos caminos diferentes hacia el mismo punto: construir sistemas de acreditación legales y legítimos. En Estados Unidos la discusión sobre la relación que debe establecerse entre el Estado, las acreditadoras y la sociedad civil sigue vigente. En Argentina, si bien la acreditación y la evaluación se han instalado en el seno de las instituciones, también se sigue debatiendo hasta dónde y cómo debe actuar el Estado en estos temas.
Las voces de desacuerdo siguen existiendo. Sin embargo, en una época como la actual en la que se espera que el Estado se involucre y asuma responsabilidades en materia de educación y salud, y en una época en la que la universidad es más universal que nunca, las especificidades nacionales, locales y hasta institucionales han de servir para potenciar las propias fuerzas, no para aislarse de la sociedad y el Estado.
Los signos del mercado son insuficientes para buscar sistemáticamente la calidad en el conocimiento. Las universidades tienen dinámicas institucionales propias. ¿Cómo se expresan las voces de los que no son ni el mercado ni las autoridades universitarias?
El mejoramiento de la calidad en la educación superior es un desafío para los argentinos, incluidos los universitarios.