Su apelación a no negar en bloque todo lo que se hizo en esa década es lo que más llama la atención. Pues si algo caracterizó a las reformas de esa etapa fue el fundamentalismo con que se dio por caducada toda práctica anterior sin siquiera detenerse a evaluar o recuperar las experiencias construidas en un país que en la década del 60 ostentaba los mismos índices culturales y educativos que Canadá.
Fue así como desde la soberbia de los tecnócratas se demonizó como parte de lo obsoleto cualquier apelación a la gradualidad y a reconocer los tiempos históricos de construcción que demandan las instituciones educativas. Lejos de escuchar a los educadores, se los sometió a las reformas, inmovilizados, como quien es conectado a un aparato de diálisis.
Y esto es lo que hoy explica la profundidad del colapso educativo que aún padecemos. El carácter desestructurante y liquidacionista de las transformaciones que, supuestamente, nos iban a eyectar al primer mundo y que nos terminaron depositando en esta especie de terreno baldío en el que hoy nos debatimos.
¿Puede todavía negarse que la transferencia de los servicios educativos a las provincias sin garantizar recursos nacionales fue el big-bang de la desigualdad que hizo añicos aquella tradición fundante de la escuela pública argentina de la igualdad de oportunidades?
¿Puede todavía negarse el gravísimo deterioro educativo que a través de medidas impensadas, violatorias de tiempos y principios pedagógicos, produjo la Ley Federal de Educación que arrasó con lo que todavía quedaba en pie de la educación secundaria y técnica?
¿Puede ignorarse, como si se tratara de un dato menor, la degradación profesional y la pauperización a la que fuimos llevados los educadores?
A pesar de algunas cegueras circunstanciales, el diagnóstico ampliamente compartido acerca del fracaso del modelo educativo menemista nos pone ante la oportunidad de reconstruir la escuela pública argentina.