Hace ya varias décadas que los argentinos hemos perdido de vista, envueltos en la maraña de las cuentas públicas y de la conflictividad política y social, que el verdadero progreso de un país se cultiva en las aulas escolares, en los claustros universitarios y en el rigor de los gabinetes de investigación científica. Es allí, a través de etapas sucesivas y encadenadas, que se va forjando el conocimiento, el "know how" de un país lanzando luego a brindar mejores condiciones de vida a sus habitantes y a competir en los mercados mundiales .
Pero el reloj argentino atrasa. Muchas veces, la Universidad nacional gradúa para la frustración personal y el fracaso generacional. El mes pasado una investigación de Clarín reveló que apenas cuatro de cada diez chicos que ingresan superan el primer año de estudio. Y que sólo dos de cada diez llegan a graduarse. Hoy sabemos (Ver "El 23% de los universitarios pasó... de la sección Sociedad) que el 23% de los alumnos de universidades públicas no rindió ninguna materia en un año. El dato no sólo significa una pérdida de tiempo individual, sino que revela, además, una inadecuada política de inversión de los recursos nacionales. En este caso se invierte un principio ya consagrado: la educación pasa a ser un gasto y no una inversión. Para colmo, un gasto mal hecho.
Tampoco se debate a fondo el perfil del graduado que demandaría un país proyectado de acá a dos décadas ni cómo articularlo con las políticas macro productivas ni cómo generar un vínculo sólido entre la capacitación y el mercado del trabajo. El debate más intenso de los últimos tiempos, además de la comprensible puja salarial docente, ha sido la polémica surgida en la Facultad de Medicina de La Plata acerca de si corresponde o no el ingreso irrestricto. Las diferencias, créase o no, llegaron a la Justicia. Como hace más de tres décadas seguimos discutiendo el cuánto, no el qué. Ni, mucho menos, el para qué.