Hubo 101 examinados en la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional de Rosario y 101 aplazos. No era un examen cualquiera; aprobándolo, los alumnos obtenían la regularidad y el derecho a cursar el segundo cuatrimestre de la carrera. Pero ninguno pudo pasarlo (ver "Rosario: bochazo total en el ingreso...", de la sección Sociedad). Un alumno que no es capaz de regularizar su situación en dos intentos manifiesta falencias anteriores. A esta altura las evidencias son abrumadoras: el problema principal de nuestra universidad es la escuela secundaria.
Por eso, el debate sobre los exámenes de ingreso es indispensable. Lo que se discute, en el fondo, es la manera de entrar a un país mejor. El sistema actual de ingreso a las universidades públicas es extraordinariamente heterogéneo y se expresa en 14 formas de acceso. En algunas rige el ingreso irrestricto; en otras, los exámenes únicos, y en otras, como en la UBA, el CBC, que como se sabe es un año de nivelación y preparación a las carreras específicas, cuestionado y elogiado a la vez por muchos.
Pero la gran cuestión del ingreso es anterior a la universidad misma y tiene que ver con los niveles de calidad de la secundaria. El ingreso irrestricto fue la llave para abrir la sociedad a un alto nivel de educación y de desarrollo cultural. Pero décadas atrás la restricción se producía naturalmente en la enseñanza media. La explosión educativa cambió esa ecuación y hoy la universidad hereda no sólo la masividad sino el drama de la mala calidad educativa previa. Poco importa al fin cuántos ingresan si los que egresan son muy pocos: en la UBA se reciben sólo dos de cada diez ingresantes.
Lo que definitivamente cierra el ingreso a la modernidad es la demagogia. La demagogia siempre es cortoplacista. Volver a una educación verdaderamente popular supone abandonar las posturas clientelistas y asumir el trabajo verdadero. Para que el país apruebe, de una vez por todas, la deuda pendiente que tiene con la educación.