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Clarín-Domingo 18: Trazamos la frontera entre vieja y nueva política

La elaboración de la Ley sobre Financiamiento Educativo nos muestra un camino que define prioridades y construye consensos para una verdadera política de Estado. El proceso debe repetirse ahora en el tema social. Por Carlos "Chacho" Alvarez. Ex vicepresidente y director de CEPES cepes@cepes.org.ar

Al fin una acción estratégica y cooperativa, entre el Estado y los distintos actores de la sociedad civil, comienza a darle sentido al reclamo de la construcción de consensos en algunos temas centrales, pensados en términos de proyecto y de futuro.
El proceso de elaboración de la ley sobre financiamiento educativo nos muestra un camino y una metodología en la definición de prioridades, así como en el señalamiento de metas concretas, en los compromisos de financiamiento y, sobre todo, en la apuesta a plasmar los acuerdos alcanzados en una ley que funcione como base de una política de Estado, es decir, garantizando su continuidad en el tiempo independientemente del partido al cual le corresponda gobernar.
No hace falta insistir la centralidad de la educación en los procesos exitosos de países tan diferentes como algunos de los llamados tigres asiáticos, por ejemplo Corea, Singapur u otros, o como el caso de Finlandia, Escocia o Irlanda. Tampoco es necesario volver a señalar la correlación positiva entre desarrollo económico, inversión y expansión educativa y los mayores niveles de equidad observados en distintas sociedades. Nuestro propio país fue la evidencia más palpable de cómo la educación colaboró en construir la Nación más socialmente cohesionada de Latinoamérica, atributo que venimos perdiendo desde fines de los 70.
El trabajo que llevó adelante el Ministerio de Educación, junto con los gremios docentes, los gobiernos provinciales, los profesionales y expertos del área educativa, las organizaciones no gubernamentales y un sector del empresariado, y que luego fue enviado al Parlamento para elaborar acuerdos entre los partidos, abre una perspectiva trascendente para conciliar visiones sobre temáticas que presentan un nivel importante de coincidencias previas y resultan fundamentales para reconstruir y fortalecer la ciudadanía social.
Este antecedente podría significar la posibilidad de avanzar en una agenda de políticas públicas que vayan garantizando mayor igualdad y, a la vez, enfrenten con decisión el clientelismo y los hábitos patrimonialistas-burocráticos que, junto con el financiamiento ilegal y la corrupción, son los rasgos más determinantes de la vieja política, que hizo eclosión con la crisis de 2001. Lo que sucede es que, con muy pocas excepciones, lo nuevo —en términos de combate contra estas prácticas— en realidad todavía no tiene visibilidad. No es casual que cuando un partido político, cualquiera sea su signo, está en la oposición —sea a nivel nacional, provincial o municipal— cuestione o acuse de clientelista a quien ejerce la tarea de gobernar. Porque éste no es un rasgo que connote a una fuerza en particular, sino que se trata de una característica estructural de nuestra cultura política y, por ende, del funcionamiento de un sistema que, hasta ahora, no ha podido o no ha querido concebir otra modalidad de relación entre el poder y los sectores marginados y excluidos. Aun las fuerzas que se movilizan y se posicionan fuertemente en contra de los partidos tradicionales e incluso del capitalismo no dejan de apelar a esta metodología como parte de la construcción de su poder.
Hoy existe un acuerdo de base, en todo el arco político y social, sobre el agotamiento de los planes de asistencia que fueron diseñados para enfrentar la emergencia. Si se coincide en la necesidad de combatir la pobreza y la indigencia desde políticas más universalistas o seguros sociales que neutralicen las distintas formas de manipulación que se hace de las personas desocupadas o con carencias elementales, sería importante, después de las elecciones de octubre, intentar acordar sobre nuevas estrategias de abordaje de la problemática social.
Esto pondría de manifiesto la profundización de una voluntad política en línea con los consensos alcanzados sobre la ley de financiamiento educativo. Y al mismo tiempo, se enviaría una señal muy contundente sobre la decisión de marcar con más precisión cuál es la frontera entre la vieja y la nueva política, ya no como iniciativa de un partido en detrimento de otro sino en la elevación de la calidad del funcionamiento del sistema político en su conjunto, en tanto está comprobado que ni un solo sector ni una figura en particular, por más novedosa que sea, puede reconstruir el entusiasmo, el interés de los jóvenes o el mayor involucramiento de la sociedad en las cuestiones político-partidarias.
En el mismo sentido, los programas de creación de empleo genuino, la capacitación laboral, las políticas de ingreso, la reforma del sistema provisional, los subsidios a la niñez y la provisión de servicios básicos de calidad demandan un conjunto de políticas que, seguramente, serán más eficaces en la distribución progresiva de los recursos cuanto más ancha y sólida sea su base social de apoyo. Se requiere de mayor compromiso político y fiscal para reconstruir un sistema de derechos sociales que asegure ciertos mínimos universales al conjunto de la población, independientemente de la posición social o lugar donde viva.
El proyecto alternativo a la crisis del paradigma neoconservador no puede definirse tan sólo por el nivel del tipo de cambio y las políticas de desarrollo productivo sino que también debe expresar la decisión de construir una ciudadanía social, en la cual ésta adquiera necesariamente una dimensión colectiva o comunitaria.

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