Oscar Wilde escribió que nadie —es decir, tampoco Summers— está libre de decir estupideces. La cuestión estriba, aconsejaba, en no decirlas con énfasis. ¡Y qué más enfático que el rector de Harvard dando una conferencia sobre las diferencias de rendimiento entre hombres y mujeres! El tipo no se fijó en gastos: sentenció, lo más campante, que los pocos logros de las mujeres en las ciencias en general y en matemáticas en particular podrían deberse a "diferencias innatas entre los sexos". El disparate lo pronunció, encima, en un país que ha hecho de lo políticamente correcto una religión oficial y generalizada.
Desde entonces el pobre Larry viene sumando cuatro pedidos públicos de disculpas. Ya parece Méndez: que no había dicho lo que había dicho. O que no había querido. Y el miércoles el claustro de Letras y Ciencias de Harvard lo mandó a la miércoles: "La facultad no tiene confianza en el liderazgo de Lawrence Summers", dictaminó por 218 votos contra 185, en un escueto pero contundente comunicado que colocó al rector al borde de pegar las hurras definitivas con todo indecoro.
El tema es la cuestión de lo innato. Quizá gran parte del pensamiento estúpido —que no es poco y ha tutelado a la humanidad durante la mayor parte de su desarrollo— se base en ésa pretensión genética. Durante siglos y siglos muchos de los mejores cerebros que dio el mundo se dedicaron a defender la monarquía, la nobleza de sangre, el feudalismo, entre otras lindezas, sólo para justificar porquerías terribles como la esclavitud o el servilismo. Usando el mismo tipo de razonamiento imbécil, reivindicaron con carradas de idioteces el racismo, toda clase de discriminación y hasta los más variados exterminios. Todo en nombre de las ventajas o desventajas innatas que otorgaba el nacimiento por sexo, condición social, nacionalidad, religión, ideología o pigmentación de la piel. Así, por el sólo hecho de aparecer, el individuo ya tenía destino.
Esos grandes pensadores —muchachos grosos como Platón, San Pablo, Séneca, San Agustín, Shakespeare, entre tantos— también se las tomaron con las mujeres y escribieron toneladas de papel para denigrarlas. Que eran débiles, que su cerebro pesaba menos, que no razonaban: cualquier tachero promedio hoy las manda a lavar los platos aunque la estadística de accidentes mortales la lideran abrumadoramente los hombres. El objetivo era obvio, aunque algunos se hicieran los distraídos: continuar con el sometimiento de la mitad de la humanidad a manos de la otra.
Con buenas razones el siglo XX arrasó con una porción no desdeñable de ése cúmulo de idioteces. Pero, fatalmente, quedan y quedarán muchas enquistadas, como una memoria boba de la especie. Igual, esperemos que por su propio bien y el de todos al inteligente Summers le salga cara la gansada.