En 1920, un maestro, según categoría y antigüedad, ganaba entre 180 y 275 pesos; una familia obrera, donde trabajaban dos personas, entre 170 y 180 pesos. Según un estudio de Liliana Pascual, a lo largo de esa década, el ingreso de una familia obrera tipo cubría sus gastos, con pequeñas diferencias a favor o en contra. Es fácil concluir, entonces, que el sueldo más bajo de un maestro bastaba, por si sólo, para enfrentar las necesidades de una familia obrera; y el de un maestro de la llamada primera categoría, arrojaba un plus de más del cincuenta por ciento por encima de esas necesidades básicas.
Empiezo por estos datos duros, porque explican una denominación popular en aquellos años: fogonero se llamaba, con ironía machista, al esposo de una maestra, ya que se creía que con el sueldo de la mujer el marido podía quedarse en casa, tomando mate. Para las mujeres, ser maestra era un camino de ascenso respetable, que no contradecía el modelo tradicional de una persona consagrada a los niños, la "segunda madre", como se decía con elocuente sentimentalismo. Para los hombres, la docencia era una carrera hacia la dirección de las escuelas y los puestos administrativos.
Los hijos de familias pobres que llegaban a ser maestros pensaban que les iba bien en la vida. No se trataba de la opción para los que menos esperaban; lejos de ello, en los barrios y en los pueblos, los maestros formaban, junto con el médico, un conjunto respetable: gente de opinión, que conocían a todo el mundo y todos habían comprobado sus habilidades y saberes.
El trabajo formal de muchos escritores argentinos fue el de profesor secundario, algo que hoy sólo se conserva parcialmente en un par de colegios dependientes de la Universidad y algunos privados de la élite intelectual. Los críticos más célebres de los años veinte, como Ricardo Rojas y Roberto Giusti, enseñaban literatura en los colegios. En realidad, los escritores que no pertenecían a la oligarquía trabajaban o en la docencia o en el periodismo. Queda bien claro que hoy solamente el periodismo recluta a escritores como mano de obra. Ser profesor secundario no era un exilio en el territorio de la incultura.
Quien pase algunas horas en los archivos del Ministerio de Educación podrá comprobar que los informes anuales que enviaban los directores de las escuelas normales, donde se formaban los maestros, estaban redactados por administradores de primer nivel. La capacidad conceptual, la escritura, el sentido de la responsabilidad, la imagen enaltecida y un poco solemne de la tarea realizada, los medios intelectuales puestos de manifiesto, todo en esos informes traducía el lugar que la escuela tenía en la conciencia y en la práctica de los gobiernos y de las burocracias estatales. No cabe duda de que esos informes describen el trabajo dentro de una máquina educativa que funcionaba. Los directores se pensaban a sí mismos como modeladores de la sociedad: esa idea tenía sus aspectos autoritarios, sin duda, pero era una idea que, además, se llevaba a la práctica. Entre lo que se pensaba que la escuela debía ser y lo que la escuela era no había un precipicio.
Hoy justamente, ese precipicio separa lo que se quiere de la escuela y lo que la escuela hace efectivamente. Las razones son muchas y los técnicos no dejan de mencionar el hecho de que los chicos que ahora llegan a la escuela son social y culturalmente diferentes a los de 1920 ó 1950. Los maestros también son diferentes, ha cambiado su preparación y su lugar en la sociedad. En las sociedades capitalistas no existen profesiones cuyo prestigio no esté vinculado al dinero que se percibe como salario. El capitalismo clasifica y establece lugares sobre esa base. En consecuencia, el salario de los maestros y su prestigio social se siguen como un cuerpo y su sombra; y, por supuesto, el salario de un maestro, lo que éste pueda dar y lo que puede exigírsele están soldados.
En sociedades regidas por el principio del éxito, nadie querrá ser maestro si esa profesión es percibida como una salida para quienes, verdaderamente, no tienen otra.
* ESCRITORA Y ENSAYISTA