El proceso de destrucción de la ciencia en la Argentina se inició en 1966, cuando la dictadura militar de entonces —llamada Revolución Argentina— no respetó la autonomía universitaria. La persecución política, el oscurantismo y la discriminación obligaron a exiliarse a los más importantes científicos y, a la vez, quedaban clausurados los programas de investigación más promisorios. La violencia de los setenta y el terrorismo de Estado prosiguieron afectando la inserción de los científicos en el país.
La democracia atrajo a muchos investigadores que así volvieron, pero la persistencia de crisis económicas y la ausencia de condiciones adecuadas para llevar adelante las tareas científicas volvieron a sembrar el desaliento. De este modo, técnicos, profesionales y científicos ya formados, o en formación de posgrado, han marchado al extranjero, con la consiguiente pérdida que ello implica para toda la sociedad que contribuyó a su formación.
Así, un reciente estudio de la CEPAL da cuenta de que, entre los países latinoamericanos, Argentina fue el país que más científicos y técnicos aportó a los Estados Unidos. Se estima en siete mil el número de científicos argentinos en el exterior. De este modo, los contribuyentes argentinos, que pagan la formación de los profesionales, subsidian a los países ricos.
Para revertir esta situación es necesaria la articulación de políticas científicas y productivas, para que la inversión en generación de conocimiento fructifique en el país y no en el exterior.
La política científica argentina tiene el desafío de revertir una tendencia ya de cuatro décadas, que llevó a la expulsión de miles de científicos. Argentina fue el país latinoamericano que más científicos y técnicos aportó a los Estados Unidos.