Sueldos paupérrimos, condiciones precarias, ausencia de alicientes y baja del prestigio social han contribuido por décadas a minar el interés por la labor docente. Y, sobre todo, han impedido que quienes, pese a todo, persisten en su vocación, puedan desarrollar sus tareas en las condiciones dignas que merecen.
El problema central, sin embargo, no reside en los individuos que quieren dedicarse a la docencia como salida laboral o vocacional. Esto es importante, pero lo crucial es la responsabilidad social que tiene la educación.
Ofrecer buenas condiciones de formación y desempeño a los maestros y profesores no está, por ende, destinado a beneficiar a un grupo determinado de personas, sino apostar por el futuro del país.
Una sociedad no podrá progresar si el estudio y la enseñanza no son valorados. Y esa valoración depende, entre otros factores, del nivel remunerativo mínimo y de la consideración que la sociedad y su dirigencia hagan de la educación.
Un programa oficial promueve buenos alumnos para tareas docentes y así mejorar las expectativas en la tarea educativa. La iniciativa es buena, pero ese objetivo depende de cómo se remunera y prepara a los docentes.