La grave crisis institucional de la Universidad de Buenos Aires nos plantea el desafío de la nave averiada en altamar, donde no disponemos del muelle salvador al que podamos amarrarnos, sino que tenemos que reparar cuidadosamente desde las instituciones que tenemos, recomponiendo los fragmentos rotos sin violentar las normas institucionales. Pero no para generar una nave idéntica a la que teníamos antes, sino para recrear un sentido nuevo
Colocados en esta perspectiva, se debe evitar el chantaje que consiste en determinarse sobre esta crisis como si toda opción se redujera a la alternativa entre la adhesión a las instituciones colegiadas como están o el rechazo de la institucionalidad. Más bien tenemos que hacer un uso creativo de las estructuras vigentes para emprender los cambios que estas mismas estructuras reclaman.
Inspirado en el trabajo e investigaciones de equipo que hemos desarrollado sobre el gobierno y la representación universitaria en la UBA desde 2001, considero que esta crisis es un síntoma de las distorsiones de la representación en el marco del redimensionamiento de escala en la población universitaria de los últimos cincuenta años.
Las instituciones que la UBA restableció con el retorno de la democracia en 1983 se inspiran en la Reforma Universitaria de Córdoba de 1918, que tenía como universo una población universitaria relativamente pequeña y homogénea, que apenas superaba el millar de estudiantes. En dicha escala, los cuerpos de la representación podían funcionar en una relación más transparente y fluida con los representados, conjurando la amenaza de oligarquías y colegios invisibles.
A más de dos décadas de vigencia ininterrumpida del estatuto, es decir, del período más largo de normalidad institucional que haya tenido la UBA en toda su historia, quizá sea oportuno extraer algunas enseñanzas. El cambio de escala de la población universitaria, que hoy alcanza en la UBA los trescientos mil estudiantes y treinta mil docentes, sumado, entre otros efectos del capitalismo periférico, a la precarización de la población docente por efecto de políticas presupuestarias involutivas, ha generado una fosa creciente entre la forma de vida de la universidad y el ideal de la Reforma Universitaria.
Por una parte hay inequidades en la representación, donde el CBC, masivo, no tiene carta de ciudadanía. Por otra parte, el ejercicio del cogobierno se ha ido pareciendo cada vez más al espectáculo de una representación por intereses, donde sectores mezquinos tiran de una tela cada vez más deshilachada. La universidad ha transitado así de un universo relativamente homogéneo, pequeño y transparente, normado según una representación armoniosa, a una población masiva, heterogénea y fragilizada, mal representada por los cuerpos actuales de la institución.
Hoy, los representantes de la mayoría docente, obnubilados por intereses sectoriales, no se hacen cargo de que su candidato al rectorado causa un efecto traumático de cara a la historia reciente de la UBA y de la Argentina. Ayer, otros representantes, orientados por pautas análogas, reconducían por cuatro mandatos sucesivos a un mismo rector, contraviniendo las normas más básicas de renovación política en una institución democrática. Por su parte, la FUBA no demuestra ningún reflejo académico ni cuando bloquea sine die la Asamblea Universitaria, ni cuando propone igualar el voto docente al voto estudiantil, y otorgar así el comando de la institución a los estudiantes, volviendo absurdamente a algunas formas universitarias clientelares de la Edad Media.
En este cuadro crispado de situación, hay que producir una señal de renovación. Resultaría interesante reflexionar acerca de la posibilidad de un período de transición institucional al cabo del cual resultara un cambio de los procedimientos de elección del rector de la UBA, de manera que la gran población universitaria pudiera participar en forma directa a su elección, pero preservando la calificación del voto docente de manera consistente con los principios de una institución académica. Actualmente el rector llega al cargo por una elección indirecta y por efecto de unos compromisos previos ignorados por la comunidad universitaria, que son más propios de los conciliábulos del Vaticano que de una universidad pública.
La elección directa para rector no anula la Asamblea Universitaria ni inhibe la elección indirecta y colegiada en niveles de gobierno más consensuales y menos presidencialistas, como departamentos, institutos y facultades. En cambio, en relación a la elección del rector, permite catalizar una conflictividad inevitable mediante un mecanismo de transparencia y de participación que hoy no existe. No se trata de un sueño trasnochado, sino que se aplica ya en universidades tan poco heterodoxas como la Complutense de Madrid y casi todas las universidades de España. También se implementa en algunas de nuestras universidades nacionales, como San Luis, Villa María, Río Cuarto, Luján.
Lo urgente, ahora, para no dejar morir al paciente enfermo, es retomar, conjuntamente con el restablecimiento de la institucionalidad, la senda de las conversaciones públicas, sinceras, incondicionadas y plurales, sin la cual no hay universidad. Tengamos al menos la osadía de hacer un uso creativo y reflexivo de nuestras instituciones y mostrar a la sociedad que somos dignos, en los asuntos más básicos de la vida común, del conocimiento que producimos e impartimos.
Por Francisco Naishtat Profesor titular regular de Filosofía (UBA), investigador del CONICET
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27 de noviembre de 2024