"Usted no leyó Seda, del italiano Alessandro Baricco?!... Debe estar por acá... déjeme ver", pide. Guillermo Jaim Etcheverry empieza por uno de los extremos de la biblioteca de estantes negros. Arriba. Abajo. Descuelga cuadros, corre los papeles y despeja superposiciones que impiden ver los lomos multicolores apretados unos contra otros, como pasajeros de algún tren suburbano en hora pico. Nada.
Y basta mirar con atención los títulos de ese amasijo bibliográfico para entender que la empresa tiene pocas posibilidades de éxito. Literatura inglesa contemporánea, clásicos en español, argentinos jóvenes, ensayo, estadounidenses, algún informe que debería haber encontrado sitio en el otro extremo de la sala, o en el piso, o en el escritorio... Pero él está en su casa y cree que conoce el terreno. El baquiano vuelve a la carga y aunque confía en sus sentidos, se ajusta los anteojos y levanta la pera, con ese gesto típico de los que usan bifocales. Se desplaza unos metros mientras sigue cruzando preguntas y respuestas sobre otros autores y títulos. "Pero si yo lo vi. Tiene que estar cerca." Mmmm...
Es de noche ya y la urgencia del regreso empuja mareas de autos por Avenida Figueroa Alcorta hacia el Norte. La furia tropical de un aguacero en pleno otoño encrespó los ánimos de huida, pero no conmueve a la inmensa flor de metal que a esta hora y allá abajo, con irremediable precisión mecánica, cierra sus pétalos acerados para abrirlos nuevamente a las 8 de la mañana. Es viernes y los bocinazos llegan susurrados a su piso 12 de esa zona exclusiva de Recoleta llamada la isla, por cuyos ventanales entreabiertos se cuela ahora un viento fresco y un rugir de aviones que despegan y aterrizan cerca. A pesar de ser un melómano, no se escucha música y si sonó el teléfono fue lejos de esa parte de la casa.
El libro -se ha dicho- no aparece. ¿Que lo encandiló de la historia de Hervé Joncour, el joven enamorado de una misteriosa mujer durante sus viajes al Japón para buscar gusanos de seda? No se sabe. Pero su recomendación es tan vehemente como las demás, cada vez que sus dedos caen al azar sobre un ejemplar y lo liberan del estantetren-hora-pico. Jaim Etcheverry capitula. No podrá prestar Seda, pero encarga su lectura, algo parecido a lo que hace en el micro televisivo que emite Canal á (cada tres horas a partir de las 14) La UBA recomienda un libro por día.
Puede que ese pequeño volumen haya encontrado sitio en la biblioteca: explica que esta es apenas un apéndice de otra que ocupa las paredes de un departamento destinado exclusivamente a oficina. En éste, los muchos libros, la revistas científicas y el desmañe de papeles refuerzan el efecto de la decoración, masculina, prolija y refinada. Sobre un fondo de muebles oscuros y luces tenues resaltan los cuadros y las alfombras, las antigüedades y las esculturas. Entre el amplio escritorio y el comedor, se extiende un living de pisos de mármol blanco y paredes espejadas. Dos grandes sofás -mesa ratona transparente y gran chimenea de granito gris de por medio- quitan sobriedad al ambiente. Hay algunas fotos, pero lo que domina es una panorámica deslumbrante que parte de los flancos del edificio de la Biblioteca Nacional y se abre hacia el río y los parques de la parte más verde de la capital. Jaim Etcheverry vive allí solo, con Marina, esa señora pequeña y amabilísima que se encarga de los asuntos domésticos y lo cuida desde hace tantos años que hasta olvidó el acento de su Paraguay natal. En algún momento de la tarde, entrará silenciosa para dejar sobre la mesita una bandeja dorada con tazas de porcelana que le dan al lugar el aroma familiar del café recién hecho.
El dueño de casa es amable, pero distante. Sólo cuando tome cierta confianza dejará correr algo del humor y la ironía que alaban quienes lo conocen y que hace al placer de cualquier interlocutor. Antes, abrirá la puerta del departamento y se divertirá con los comentarios del fotógrafo, una imposición que padece como el excelente alumno que siempre fue. Viste con la sobria elegancia de muchos profesores: pantalón gris, zapatos oscuros y si la camisa puede variar su color -siempre que no escape a la gama de tonos suaves- lleva indefectiblemente bordadas sus iniciales. Recobrará la compostura cuando le toque hablar. Acostumbrado a las tormentas, es ahora un piloto avezado que esquiva las definiciones tajantes, excepto cuando se trata de defender a la educación pública. Sabe que cualquier palabra retumbará más allá de las aulas de la UBA, la principal Universidad argentina y una de las mayores de América latina. Fiel a su estilo, y consciente de la debilidad política que implica su independencia de los aparatos partidarios, Jaim Etcheverry se muestra componedor en cada uno de los temas que, cíclicamente, calientan el debate en torno de la Universidad: el arancelamiento, el ingreso, la duración de las carreras, los paros docentes, la legitimidad de las representaciones estudiantiles... la lista es larga, pero el entrevistado quiere dejar su posición claramente expuesta.
No se siente cómodo cuando percibe cierta animosidad en las preguntas, pero defiende con convicción sus ideas, esas que comparten los lectores de La tragedia educativa (Fondo de Cultura Económica), el libro que se convirtió en un inesperado bestseller y que después de los 50.000 ejemplares vendidos será ampliado y reeditado pronto.
A los 59 años (nació el último día de 1942) llegó al máximo honor al que podía aspirar: el de rector de la UBA, un cargo quizá devaluado intramuros, pero inmensamente prestigioso en cualquier sociedad del mundo. Dentro de un año (en mayo de 2006) plebiscitará su gestión al frente de la institución insignia de la cultura y la ciencia argentinas a la que llegó respaldado por diversos sectores ideológicos que destacaron en él al hombre honesto, el académico prestigioso y el científico capaz que debía enmendar lo hecho durante 16 años por el cuestionado monopolio radical de Oscar Shuberoff.
Más allá de quienes lo critican hoy por no haber avanzado en los cambios profundos que reclama la UBA, él insiste en que va tras su objetivo: "Lograr una incorporación más fuerte de la Universidad a las instituciones culturales, cuya función excede la de formar profesionales y expender títulos. Su función principal es formar personas".
Falta todavía para ver si sus críticos censuran la renovación de su mandato por otro período de cuatro años. "No es algo que me preocupe demasiado", dice este médico experto en el sistema nervioso que todavía va a tomar exámenes de Histología y Biología Molecular, materia de la que es profesor titular desde hace dos décadas. Antes o después, cuando deje sus oficinas de la calle Viamonte, piensa "seguir viviendo", que es lo que -declara con orgullo- ha hecho hasta ahora. No lo acuna el consuelo futuro de un retiro dorado ni siquiera cuando lo tapan los informes y lo arrincona con problemas ese monstruo multicéfalo que se esfuerza por controlar. "He tenido la suerte de disfrutar de todo lo que he hecho y esto también me gusta", declara el rector.
¿Qué es lo que más le gusta de un cargo tan exigente?
Lo que más me gusta es la satisfacción de sentir que uno tiene que ver con la historia de una institución que le ha dado tanto al país.
El mejor de la clase
Y que le ha dado tanto a él mismo, podría agregarse. Integrante de numerosas academias (y recientemente nombrado miembro extranjero honorario de la American Academy of Arts and Sciences de los EE.UU.) empezó de chico. Luego de la primaria en Villa del Parque cuando egresó con medalla de oro de la Escuela Argentina Modelo. Descartó la ilusión de estudiar cine porque la única escuela del país quedaba en Santa Fe. Su padre bromeaba diciéndole que eligió Medicina porque le quedaba cerca de la casa familiar, por entonces en Lavalle y Callao. El tenía otras razones. Aunque quería investigar, buscaba una formación más integral que la que pensaba que le ofrecerían Biología o Bioquímica, carreras que también le gustaban. Se recibió en el 65 con diploma de honor y en el 72, su tesis de doctorado fue premiada como la mejor en Ciencias Básicas de ese año.
Antes de dejar las aulas enfiló derecho al laboratorio para especializarse en neurobiología, alcanzando el estatus de investigador principal del CONICET en el 84. Completó su formación en Basilea, Suiza, y en el Instituto Salk de La Jolla, California, gracias a la prestigiosa beca Guggenheim que obtuvo en 1978. Luego, se dedicó a trabajar siempre en el país, rechazando invitaciones para radicarse en Oxford (Inglaterra) y centros académicos estadounidenses.
Entre 1986 y 1990 fue elegido decano de la Facultad en la que siempre estudió y levantó una enorme polvareda cuando propuso discutir las condiciones de ingreso, estudio y práctica profesional de la carrera.
¿Cambió sus ideas ahora que dirige la Universidad?
Sigo pensando exactamente lo mismo. Creo que la educación universitaria debe ser accesible a todos y que la Argentina debe conservar su tradición muy generosa en materia de educación.
Pero esa tradición es también la de una educación de calidad...
Creo que en el caso específico de la Medicina y de alguna otra carrera es necesario que el país plantee cuáles son sus objetivos en relación con la formación, como se hace en casi todo el mundo. Para esto hay que hacer un análisis muy cuidadoso que involucre también a la oferta privada, de la que nada se dice a pesar de que muchas veces se hace con pocas garantías de calidad, algo demostrado en los últimos años, cuando las posibilidades de ingresar a una residencia para los graduados de Medicina de la UBA se hicieron sensiblemente superiores a las del conjunto de graduados de las universidades privadas.
Ese debate suele simplificarse con la disminución de la cantidad de alumnos en las carreras.
¡No coincido para nada con eso! La Argentina no necesita menos profesionales universitarios: ¡Necesita más! Actualmente representan un 4% de la fuerza de trabajo, en comparación con el 15 o el 20% que tienen países de avanzada. Eso sí, deben ser buenos y debemos exigirles, por lo que la Universidad no puede desentenderse del problema y tiene que dar a los interesados la oportunidad de encarar sus estudios universitarios. Nosotros tenemos el Ciclo Básico Común (CBC) que orienta con cierta flexibilidad a los estudiantes.
Eso es justamente lo que muchos critican del CBC.
Cuando dicen que es un dispendio que después del CBC pase a cursar a las facultades nada más que el 30%, creo que es una inversión maravillosa porque permite que mucha gente joven que no tiene definida su vocación, que piensa que está preparada y tal vez no lo está, tomar contacto con una realidad, una manera de estudiar y una visión distinta de los problemas de la que tenía hasta entonces. Mientras la educación media atraviese una crisis tan profunda hay que usar estrategias de ese tipo. A los 17 años, especialmente cuando los chicos vienen de una escuela que es una larga preparación para el viaje de egresados, los estudiantes no tienen un panorama amplio de lo que podrían hacer. La elección a que nosotros forzamos a nuestros chicos es muy precoz. Por eso me parece bien cualquier instancia que les brinde una formación un poquito más profunda en algunos campos para que después puedan elegir. Ahora las grandes universidades tienden a formar en disciplinas básicas sólidas: matemática, filosofía, historia y alguna ciencia exacta porque le brindan a todo profesional, estrategias de acceso a la realidad desde ámbitos muy diversos.
Pero, ¿eso no es lo que hacía antes la escuela argentina?
Sí. Y lo que nos permite seguir viviendo de ese capital de gloria que nos ha quedado. Porque la escuela se proponía formar ese tipo de personas. Hay que brindar la posibilidad de compensar las falencias que se arrastran desde la secundaria.
¿Aunque eso extienda mucho más allá de lo ideal las carreras y aumente la deserción?
Ese es un problema grave que no es sólo argentino: Francia y España viven situaciones parecidas. Se suele citar un estudio que dice que sólo se recibe el 20% de los ingresantes. En Medicina, que es el caso que mejor conozco, se gradúa aproximadamente el 40% de quienes ingresan, una cifra razonable según parámetros internacionales.
Del trabajo al estudio
En su autobiografía Años interesantes, el historiador inglés Eric Hobsbawm explica que permaneció toda su vida académica en el Birkbeck, un college nocturno de Londres, por "el placer y la práctica de dar clase a hombres y mujeres extraordinariamente motivados, por lo general mayores y, por lo tanto, más maduros que los estudiantes normales" sabiendo que iban a la facultad "después de una jornada de duro trabajo, tomar un bocado corre que te corre en la cafetería, asistir a una o dos clases a primera hora y tener por delante una hora de viaje antes de llegar a casa a descansar".
Es en ese sentido que el rector de la UBA encauza las críticas que se hacen al alargamiento de los plazos para terminar una carrera: "Lo que parece muy largo en el tiempo es en realidad bastante breve si medimos su efectividad, porque nuestros estudiantes trabajan. Al hablar de la extensión de las carrera se trazan comparaciones con sistemas universitarios de dedicación exclusiva".
¿No se corre el riesgo de perder la motivación de graduarse?
Acá hay otro punto importante: se tiende a considerar a la educación universitaria sólo como exitosa cuando se termina. Es cierto: la graduación es el objetivo final. Pero no debemos despreciar la posibilidad que nuestro sistema ofrece a mucha gente de cursar estudios que, al menos, la pone en contacto con una realidad distinta. Todo lo que se le agregue de educación a la gente es importante aunque después no lo utilice. Porque la educación no busca solamente brindar conocimiento utilizable, sino que es contribución a la formación, a la disciplina, al método y al rigor de la persona.
Aulas superpobladas, docentes ad honorem y malas bibliotecas...¿Cómo se resuelve la ecuación de más gente educada en un país con recursos escasos?
¡¡Invirtiendo más en educación!! Todo lo que la Argentina haga para mantener su única riqueza que es ese milímetro de corteza cerebral de sus ciudadanos es inversión bien hecha. Que nuestras universidades se mantengan con los presupuestos que tienen asignados es un milagro laico.
Como el rector de la Universidad más importante del país, ¿con quién habla de estos temas?
Con el ministro Daniel Filmus. Es un talentoso docente que conoce muy bien los problemas de nuestra educación.
¿Confía en el Presidente para resolver la crisis educativa?
Sí. Creo que es un momento especialmente propicio para resolver estos temas. Esperemos que además de las buenas señales que se advierten haya una apuesta ambiciosa, osada por la educación.
¿Cree que en el Gobierno hay plazos o sólo hay objetivos?
¡El plazo en materia educativa fue ayer! Lo que no se hizo no se recupera. Advierto una percepción del tiempo perdido.
Algunos creen que el problema mejoraría con el arancelamiento de las universidades.
Eso sostienen quienes creen que el conocimiento y el logro universitario es un bien exclusivo de las personas. Pero es un bien social que redunda en beneficio de todos. A cada uno de nosotros nos interesa que la gente sepa y sea mejor, porque nuestra vida depende de la calidad de vida de los otros.
Se argumenta que muchas personas que estudiaron en secundarios privados en la universidad no pagan nada pudiendo hacerlo.
No me parece correcto que se haga un pago obligatorio porque eso va a hacer que las universidades se lancen a reclutar clientes y el aporte del Estado sea aún menor. No hay ninguna universidad en el mundo que se sostenga con lo que pagan los estudiantes.
En estos años tuvo que vérselas con estudiantes que ocuparon el rectorado y hasta llegaron a la agresión, ¿cree que ejercen una representación legítima?
Los estudiantes que participan de los órganos de gobierno de la Universidad son elegidos de manera obligatoria y libre por todos sus compañeros. No hay representación más clara.
¿No ve en algunos de esos líderes vicios de viejos políticos?
Pero no es culpa de las representaciones estudiantiles sino de quienes los llevaron por ese camino.
¿A quienes se refiere?
Hablo de las generaciones mayores que les trasmitimos esos valores y esa conducta. Los adultos que estamos en los claustros no debemos olvidar nuestra responsabilidad docente. Una tarea que no siempre asumimos. ¿Cree que todos los docentes responden con reciprocidad al prestigio que aún otorga el cargo?
Si la profesión se devalúa y pierde aprecio social, se puede generar cierta despreocupación por las responsabilidades académicas. Por eso es muy importante que haya una demostración social de la valoración del trabajo docente a través del salario. Y, además, debe haber responsabilidad de todos los involucrados. A una universidad no se va a pasarla bien o a hacer amistades. Se va, fundamentalmente, a hacer un esfuerzo y a trabajar con recursos que pone a nuestra disposición toda la sociedad. Hay que insistir: no es para hacerse la vida fácil que uno va a la universidad. Va para hacérsela más compleja, más responsable, más difícil.
Si me dan a elegir
Una película: Gritos y Susurros, Ingmar Bergman
Una comida: Pasta (cualquiera)
Un viaje: A NuevaYork
Un lugar de Buenos Aires: Mi casa
Un disco: Cualquier obra de Mozart
Un museo: El Prado, en Madrid
Un cuadro que no tenga: Tal vez un Arlequín, de Pettoruti (pequeño...)
¿Ensayo, novela o cuentos?: Novela
Un lugar para leer: Cualquiera
La enseñanza de un maestro: La confianza en que uno es capaz. Mostrar, con la exigencia, que uno puede superarse.
Una nota para su rectorado: ¡Ah! Para eso tengo que esperar a terminar mi gestión. ¡Todavía tengo mucho tiempo para mejorar!
* Ana Laura Pérez / alperez@clarin.com