Cuando once años atrás se puso en marcha la reforma educativa dentro del marco de la nueva Ley Federal de Educación, no fueron pocos los docentes que ya en ese momento advirtieron que esa nueva estructura iba a llevar al país a lo que sin duda es hoy uno de los períodos de mayor oscuridad en relación a la educación.
A poco de andar, se hizo palpable lo que la experiencia docente advertía desde un primer momento: que tanto la desaparición de los dos primeros años de lo que por entonces era la escuela secundaria y su incorporación en la EGB, como el nuevo diseño del sistema de evaluación que preveía numerosos y livianos períodos de compensación para la evaluación de los aprendizajes, constituyeron, entre otros, dos fracasos rotundos, cuyas nefastas consecuencias tardaremos años en revertir.
Hoy, a once años de su implementación, son pocos los que defienden la reforma educativa. Ya no se puede seguir tapando el sol con las manos: la decadencia de la escuela argentina ha alcanzado niveles desesperantes.
No hay más que recordar al rector de la Universidad de Buenos Aires, el licenciado Guillermo Jaim Etcheverry, cuando en octubre del 2003, en el discurso de apertura de las Jornadas Nacionales de Articulación Escuela/ Universidad, rogaba a los cientos de docentes de diferentes provincias que se encontraban reunidos en la sala mayor del Centro Cultural San Martín que por favor enseñaran a leer a los alumnos y a redactar un texto simple antes de darles el título de egresados. La densidad del silencio con que escuchaban los allí presentes se hizo aún más honda cuando el rector de la UBA pidió que en las escuelas no se siguieran entregando diplomas a los alumnos si antes no demostraban haber aprendido las operaciones básicas.
No hay más que leer las declaraciones del ministro de Educación de la Nación, el licenciado Daniel Filmus, en una entrevista a este mismo diario en el mes de enero de 2005 en la que afirmaba que: \"Esta es la primera generación de jóvenes que va a estar peor que sus padres\". Así de grave resultó todo y así de tremenda es la situación en la que nos encontramos en materia educativa.
Igual de contundente resulta lo expresado por una alumna de 1 año del Polimodal en una carta de lectores publicada el 5 de julio de 2004 en Clarín: \"...vengo de una escuela en la que terminamos 9ø año sin saber hacer un problema de regla de 3 simple. Es el día de hoy que me cuesta darme cuenta si lo tengo que hacer y cómo. También me cuesta dividir. Me cuesta muchísimo razonar. Y me da mucha vergüenza el nivel que tengo aunque más vergüenza me da la escuela, ya que terminé como abanderada\".
Y acaso lo más grave es que esta reforma instaló la chatura y la desidia de los mediocres en el centro del escenario, imponiendo un discurso que no pocas veces pretendió que los alumnos no hicieran esfuerzos por superarse en sus dificultades. Así es, la reforma educativa le dio a la mediocridad su hora de gloria porque, aunque parezca increíble, este sistema le permitió levantar un dedo para acusar a los docentes que, aun en medio de las ruinas, siguieron trabajando para hacer de sus alumnos personas que lograran una educación que les permitiera tener una vida más digna.
Los docentes, pese a todo
Hace unos años, las escuelas medían su prestigio por la calidad de sus docentes. Así, a la hora de elegir un colegio para sus hijos, los padres preferían resignar tal vez ciertas comodidades edilicias o de equipamiento en las instalaciones pero elegían tal escuela porque allí enseñaban buenos docentes. O inscribían a sus hijos en aquella otra porque el plantel directivo y docente garantizaba la calidad de los aprendizajes.
Todo eso se perdió en la negra noche y los docentes que ejercen con responsabilidad y con la preocupación de que sus alumnos aprendan, deben disimular esta postura porque en los tiempos que corren, no está bien visto que un docente sea exigente, ni a la hora de enseñar, ni a la hora de evaluar, ni nunca. Es un secreto a voces que no son pocos los profesores a los que se les ha cuestionado la desaprobación de un alumno. Resulta estremecedor el relato de los docentes a los que se les ha sugerido que aprueben a un alumno aun sin haber alcanzado los conocimientos mínimos, obligándolos así a cambiar sus planillas de notas y desautorizando su trabajo. Lo dicho: mediocridad y desidia van de la mano.
No menos perturbador resulta el argumento escuchado a veces en relación a aprobar a los alumnos aunque no sepan, porque estamos en una crisis nacional (sic). Es alarmante que se hayan enquistado en la docencia estas voces reaccionarias. ¿Acaso no es justamente para superar una de las peores crisis que necesitamos más y mejor educación?
Resulta pavoroso comprobar a veces que algunos de los que trabajan en educación, sin embargo, no creen en ella como medio para la formación ciudadana, la integración social y el respeto por las diversidades.
No es muy difícil imaginar las intenciones de quienes quieren que los habitantes de un país no se formen, no sean agudos ni desarrollen su inteligencia. ¿Enseñar a los alumnos a escribir sin faltas de ortografía? No lo consideran tan importante. ¿Tratar de ampliar el estrecho campo de vocabulario de un adolescente que las estadísticas dicen que oscila entre cuatrocientas y seiscientas palabras? Para qué. Más palabras darían mayor riqueza de pensamiento. Por qué correr el riesgo de que hombres y mujeres critiquen, cuestionen, quieran debatir.
Estamos a pocos días de empezar un nuevo ciclo lectivo. El Ministerio de Educación de la provincia de Buenos Aires anunció a fin del año pasado la implementación de una serie de modificaciones que, según lo expresado por el ministro Mario Oporto, son producto de lo pedido en las encuestas realizadas a docentes, alumnos y padres durante el último año. Ojalá sean auspiciosas, ojalá empiece a circular un aire más fresco para que los docentes honestos y laboriosos puedan ver en las medidas que se tomen un respaldo a su trabajo que es sin duda uno de los más difíciles: la formación de mujeres y hombres que piensen con amplitud de criterios y sepan hacer una lectura inteligente de las dificultades del momento histórico que les toca para analizarlas, diseñar estrategias de superación y vivir en un mundo mejor.
Es perentorio tomar conciencia de que en las manos de estos alumnos a los que hoy la escuela no exige los conocimientos mínimos, está el destino más cercano. ¿Quién va a curarnos dentro de unos años, quiénes van a redactar las leyes o construir las viviendas?