Hay inicios difíciles de fechar. Uno de ellos es el de la disolución de la trama comunitaria en la Argentina. No será el comienzo, pero 1976 es un momento de condensación y de profundización de esas tendencias. Desde entonces no ha cesado la devastación de la Nación. El terror diseminado por el Estado, el devenir corporativo y administrativo de la política, las reiteradas crisis económicas fueron los afluentes de la indiferencia ciudadana.
Los años noventa coronaron la destrucción: quedan los millones de desocupados, los talleres y fábricas vacías, las empresas que fueron públicas, desmanteladas, y una violencia social que no cesa de extenderse. Nació otro país, hecho de retazos regionales, de vidas quebradas, de desesperación para muchos y privilegios para otros.
La Universidad argentina, que en otros momentos fue semillero de vocaciones públicas y laboratorio de reflexiones colectivas, fue atravesada por los mismos procesos que desplazaron, para tiempos mejores, los hábitos comunitarios. Porque si bien es cierto que la Universidad pudo sustraerse de las reformas más notorias que impulsaban los organismos financieros internacionales —el acortamiento de las carreras, la restricción del ingreso, la abolición de la gratuidad—, también lo es que aceptó modos más sutiles pero no menos opresivos de adecuación a las máximas provistas por las mismas usinas mundiales.
Las categorizaciones —modo burocrático de delinear nuevos estamentos—, los incentivos, la formalización de los diseños de investigación, los posgrados cuasi obligatorios ingresaron a media voz, para convertirse en los grandes regidores. En medida de valor y condición de estabilidad. Suelen presentarse como medios, pero son obstáculos para el conocimiento.
Hoy esas formalidades han devenido fines en sí mismos: los escritos son estratégicamente publicados de acuerdo al puntaje que provean; los posgrados, elegidos en función de las letras que el azar y la arbitrariedad han deparado; las investigaciones, ritmadas por los vencimientos de subsidios. Lo que hay de pensamiento y de compromiso público en la Universidad se construye contra esas normas que una imaginación burocrática expande y detalla.
Miles de docentes universitarios han dedicado horas, días, a completar formularios en el último mes. Miles de personas dejaron de estudiar, investigar o preparar sus clases, para no perder la posibilidad de ser asignado en los nuevos estamentos. Es difícil entender cómo en un país devastado se dilapidan de ese modo las energías sociales. O lo que es lo mismo: se abocan esas energías a un trabajo superfluo, cuyo único fin es la reproducción de la estructura normativa y la estabilización de las jerarquías. Energías sociales y felicidades personales —las de la creación y de la producción— son sustraidas y postergadas: la urgencia de la hora es la justificación a la pretensión del número adecuado.
En estos años de despliegue de los mecanismos provistos por la tecnocracia educativa, hubo resistencias, usos astutos o pícaros y recepciones festivas. La discusión sobre las formalidades vino a sustituir el debate por el sentido mismo del conocimiento que producen las universidades. La vieja y tenaz sospecha sobre la importancia de una investigación —un dilema que es ético y político— fue resuelta en las doscientas palabras del casillero "relevancia" previsto en las grillas.
La reflexión, ausente
La historia de las instituciones puede mostrar que la razón burocrática impone su lógica cuando se debilitan otros sentidos. En el caso de la universidad, cuando se prescinde de la reflexión sobre su propia producción —de saberes, de lenguajes, de profesiones— y sobre los vínculos que la enlazan a una comunidad. Ausente esa reflexión común y democrática, la universidad argentina fue aceptando el modo cuantificador de los mercados como criterio de valorización, la lisura del lenguaje mediático y la lógica de camarillas de la política.
Ausente la reflexión, tomó lo peor de cada esfera social y no las invenciones que cada campo —el de la política, el de la comunicación, el del mercado— podría incentivar.
La reflexión fue obstaculizada por el encierro de la universidad en una política defensiva frente al ahogo presupuestario y las tendencias privatizadoras que se presentaron como devaluación de lo que se hace en las universidades públicas en nombre de la "excelencia" privada, o inoculando en las instituciones públicas la lógica de las empresas.
Se puede ver en la Universidad el conjunto de problemas que lo público ha padecido en Argentina. Escasez de recursos, burocratización, modos no democráticos. Pero también se puede indagar por las potencias que permitirían una renovación de lo público. En la Universidad hay posibilidades de una conversación que no se subordine a ese orden tecnocrático. Del mismo modo en que en lo extenso de la trama social desgarrada perviven posibilidades de encuentro comunitario.
El país rehecho bajo el menemismo supone la extensión del hambre y del vaciamiento productivo. La pobreza y la destrucción de los mundos laborales parieron por un lado un novedoso movimiento social y, por otro, lógicas delictivas y formas criminales de tratar el delito. ¿Qué Universidad es posible en las condiciones de la miseria y la violencia extendidas? ¿Una Universidad productora de elites al servicio del desarrollo de un país en serio, aun con millones de personas despojadas de todo bien y de todo derecho? Pocos declararían querer ese destino para la Universidad pública.
Sin embargo, por ahora se oscila entre la tambaleante reproducción de lo que ya existe —bajo el argumento de defender los restos de lo público— y la profundización de las jerarquías que distinguen entre los salvos —una elite— y los condenados —una enorme cantidad de docentes mal o nada pagos que sostienen las aulas—. Persistiendo en ese camino, la universidad, silente ante los dramas y las creaciones populares, terminará de despojarse de sus antiguos valores emancipatorios.