La prestigiosa universidad tuvo este mes sus Jurados de Estudios, una manera original y rica de juntar públicos y privados a resolver problemas. Un relato de primera mano de cómo se encaran ciertas cosas.
Bajo la lluvia fría y medio que esquivando una tormenta de hielo que se comió media Nueva Inglaterra, los arquitectos llegaban a York Street. En el 180 de esa calle vieja del centro de New Haven, Connecticut, se alza la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Yale, diseñada en 1963 por Paul Rudolph. La escuela es una de las obras impecablemente modernas que emergen de un conjunto antiguo o a la antigua, haciendo pendant con el Museo Nuevo y el Centro Yale de Arte Británico, ambos de Louis Kahn.
Era el jueves 11 de diciembre y arrancaban las revisiones de los estudios de posgraduados, una manera de trabajar la arquitectura y el urbanismo, y de educar a inminentes arquitectos, llena de matices y rica en su misma simplicidad.
Como se trata de Yale, en los jurados había nombres de grueso calibre como David Schwarz, Leon Krier, Robert Stern, Deborah Berke, Robert Frey, Francisco Mangado, Kenneth Frampton, César Pelli y Luis Fernández-Galiano. El editor de m2 fue invitado a participar en los jurados de dos Estudios, el que trataba de un proyecto urbanístico en Las Vegas, dirigido por Schwarz y Chuck Atwood, y el que buscaba soluciones de fondo para la española Gandía, de Mangado y Cristina Chu.
Los Estudios son formatos de trabajo en los que Yale aplica cátedras a tratar a fondo situaciones urbanas complejas que sean reales. El que tenga la situación, sea una empresa o un gobierno, funciona de sponsor de los Estudios, facilitando que los estudiantes graduados visiten el lugar, reciban información, estudien el caso y propongan soluciones. No necesariamente se adoptarán las soluciones propuestas –lejos de ello– pero el sistema funciona como un muy riguroso brainstorming para gente que quiera encontrar soluciones.
En Las Vegas
El caso de la ciudad de los casinos fue sponsoreado por la firma Harrah’s, el mayor grupo mundial de entretenimiento. Atwood, que dirigió el estudio junto a Schwarz, es profesor visitante en Yale y el vicechairman de Harrah’s. Ambos conocen íntimamente esta ciudad y ambos decidieron conscientemente seguir en este trabajo los pasos de Robert Venturi, Denise Scott Brown y Steven Izenour, que en 1968 llevaron a once estudiantes de Yale a Las Vegas a estudiar el lugar. Venturi y sus colegas pensaban que la tabla rasa del modernismo clásico no debía ser la norma siempre, que en realidad “siempre hay una manera de aprender algo de cualquier lugar”. El resultado fue Learning from Las Vegas y un interés en trabajar con los materiales reales de la ciudad viva, la de shoppings y carteles, estacionamientos y semáforos.
Cuarenta años después, con las ciudades de América y el mundo ahogadas por el tránsito y los no-lugares, la segunda visita a Las Vegas busca lo contrario: aplicar a la ciudad lo que se aprendió en otros rumbos sobre usos mixtos, densidades, calles amistosas para el que camina, transporte público y frentes continuos. Los estudiantes visitaron ciudades que manejaron estos problemas felizmente –como Miami o Dallas– y experimentaron Las Vegas en varios tipos de hoteles, en auto y caminando.
El encargo a los estudiantes fue pensar un master plan para aportar soluciones centrado en un cruce simbólico, el de Flamingo con Las Vegas Boulevard, la gran avenida conocida como The Strip (la tira) que funcionó de fondo luminoso a tantas películas. El master plan se amplía con encargos puntuales, que van de un lote justo en esa esquina a los lotes que tiene la Harrah’s hacia la derecha de la avenida principal. El boulevard hoy absorbe todo el interés de los visitantes, y cualquier cosa que no tenga frente sobre esa avenida es tierra muerta.
Para entender el trabajo hay que tener en cuenta algunas peculiaridades muy del lugar. Para empezar, que lo que llamamos Las Vegas no está en Las Vegas, una ciudad de verdad cuyo boulevard homónimo se estira y entra en otra jurisdicción, la del condado de Clark, donde medio que se olvidaron de crear un código de construcción. Los hoteles y casinos no sólo tienen el derecho de casi, casi, hacer lo que quieran, sino que recibieron la obligación de encargarse de cosas como los cruces de avenidas. En Las Vegas es común llegar a una esquina y encontrarse con una pesadilla de tránsito sólo cruzable a través de un puente construido por el hotel que ocupe la esquina. Pero este puente no se limita a cruzar la calle: es una rampa de acceso al primer piso del hotel, donde el peatón se encuentra entre tragamonedas, restaurantes y otras atracciones. Salir de este ambiente es deliberadamente complejo, implica una caminata y conduce a un segundo puente, que sí cruza la calle rumbo al primer piso del hotel de enfrente, casualmente del mismo dueño... En la vereda del Casino París, el de la gigantesca copia de la torre Eiffel, el caminante se encuentra con la vereda cortada por un foso. Es la rampa subterránea de acceso automotor al hotel, y la única manera de seguir caminando es entrar al París, recorrer su planta baja, dejarse tentar y luego salir por el otro lado.
Los empleados y los veganos residentes son famosos por conocerse los atajos para evitar estas vueltas, usando escaleras de incendio y túneles de servicio. El turista, en cambio, termina caminando más, una milla en promedio, que es el equivalente a unas 16 cuadras porteñas y de muchas menos en este extraño planteo urbano donde manda el tamaño de los lotes. Esta distancia también equivale a sólo la quinta parte del largo total del boulevard.
David Schwarz explica que en realidad nadie sabe bien por qué la gente no camina en Las Vegas, pero que una explicación evidente es que los casinos compiten para envolverlos y hacerlos quedarse. La estrategia es inventar espacios interiores que resulten mejores que los públicos. Paradójicamente, la estrechez del espacio público de circulación crea enseguida una multitud y esto es atractivo: el visitante quiere caminar donde otros están caminando, viejo secreto de los centros urbanos vivos. Lo que explica además que el 70 por ciento de los visitantes se queden en hoteles en el Strip y que las salas de convenciones tengan, con crisis y todo, un noventa por ciento de reservas confirmadas.
Este último fenómeno está creando novedades en Las Vegas. Una es que baja la importancia relativa del juego de apuestas en el lugar a medida que sube la de restaurantes, shows y otras formas de entretenimiento. Cada convención, ya parece obligatorio, incluye entradas a un musical o un concierto, con lo que la cartelera de Las Vegas es formidable y las producciones, de un lujo llamativo. Como explica Schwarz, es el único lugar en EE.UU. donde cuesta conseguir una entrada un lunes o un martes, y resulta imposible un sábado, excepto para los más previsores.
Esto explica que el encargo a los estudiantes incluyera un teatro y un estadio de uso mixto, deportivo y musical, y que se dejara de lado todo intento de vivienda permanente. Resulta que el Las Vegas que atrae población permanente es la ciudad “vieja”, que disfruta de un boom de jubilados que se mudan allí por el sol y los muy bajos impuestos. Pero todo intento de crear departamentos en la ciudad “nueva” fracasó rotundamente: es un lugar para turistas al paso.
El primer día de Jurado de Estudios se pasó aprendiendo estas realidades y viendo intentos de pensar nuevos ejes para el Strip, que incluyeron hasta una playa artificial alrededor de un lago a construir y un estadio oval balconeando sobre una calle lateral, idea rechazada por ese personaje tan ácido, el decano Robert Stern.
Españoles
El segundo día fue casi en castellano, con el taller dirigido por Francisco Mangado, un frecuente visitante de Buenos Aires muy satisfecho porque pronto estrena obra nueva entre nosotros. Siguiendo cada palabra del jurado estaban, interesadísimos, José Miguel Iribas Sánchez, sociólogo dedicado al urbanismo y un alma inquieta, y Fernando Mut Oltra, teniente de alcalde del Ajuntament de Gandía. La broma era que si no era por Peggy Deamer y Kenneth Frampton, y los estudiantes, se podría haber tenido el evento en español.
Gandía es una vieja ciudad valenciana que nació costa adentro, separada de su mar por una franja pantanosa que es hoy un hábitat natural protegido. La ciudad tiene 80.000 habitantes, industrias y actividades propias, y una suerte de segunda ciudad sobre la playa que en temporada le emparda la población. El problema que buscan solucionar y que Mangado encaró en su cátedra es que ambas ciudades no tienen demasiada conexión y que su mitad playera carece de un centro. El proyecto se centró en una larga plaza, de unas tres manzanas, arbolada y bonita, a la que, en la frase lapidaria de los españoles, “no va nadie”.
Lo que entendió enseguida fue que la Gandía de la costa no tiene un centro, ni un lugar simbólico, ni un espacio que funcionara de atractor y receptor, capaz tal vez de estirar la vida económica del lugar más allá de los veranos. La exigencia del proyecto era crear un edificio simbólico, rediseñar el uso del espacio y conectarlo con el mundo semiacuático de “atrás”, como para dar alternativas al turista.
Varios estudiantes crearon un recorrido para botes y kayaks, con un descanso y bar, y acceso a un sendero que lleva a un viejo castillo en la colina. Otros varios decidieron demoler la manzana que separa la plaza de la arena, idea un tanto cara. Y entre todos terminaron planteando un problema inesperado y rico: ¿dónde va el hotel-edificio simbólico? Luego de verlo al frente, al medio y al fondo, los españoles entendieron que el planteo sería más rico “al fondo”, cercano a la autopista de acceso y el hábitat natural. Evitarse un error millonario en este tipo de decisiones ya valía el Estudio.
Algo llamativo de los dos días fue el muy alto nivel de trabajo de los estudiantes, su capacidad de dibujo –dibujo de verdad, además del uso de programas– y de maquetas. Y la dudosa creatividad y elegancia de sus propuestas arquitectónicas: todo era inmitigablemente modernoso y enorme, para desesperación de Leon Krier.
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22 de noviembre de 2024