Los que terminan una carrera, "los graduados", suspiran con el diploma bajo el brazo e imaginan por dónde entrarle al mercado laboral. Sus títulos ya no cotizan como antes en el mercado de trabajo. Se supone que el graduado busca trabajar, y en el caso que lo consiga, su salario no será de los mejores. Ganarán menos que un chofer de colectivos.
La crisis de las instituciones del país atraviesa transversalmente a la sociedad porque los argentinos somos incorregibles. Ya lo hemos dichos en varis oportunidades: la denominada “clase política” (una mala palabra por estos días) ha configurado un hermetismo tal, que nadie puede entrarle al hueso para intentar plantear otros temas de agenda en sus encumbrados intereses personalísimos o, al menos, presentarle nuevas necesidades ante la debacle de la representación de los partidos políticos. De esto ya se habló mucho y se escribe permanente en los medios y en las academias de investigación sobre el tema.
Somos un país por demás contradictorio, multiforme y diverso. Lo que podría aprovecharse como oportunidad se utiliza para hundirnos más, lamentablemente. Las potencialidades sociales y culturales que tenemos son desaprovechadas y en lugar de aumenta las posibilidades y los accesos, cada vez más, algunos se ocupan de restringirlos en pos de la formación de castas auto sustentables, con barreras de ingreso, reglamentaciones diseñadas para no poder alistarse en las filas de las opciones que se ofrecen. Es la vida de barreras que algunos pueden sortear y otros solo mirar de lejos, porque han quedado en el camino, perdidos, en la carretera.
Vamos al grano entonces. La Universidad Pública Argentina, en particular nuestra Universidad Nacional de Cuyo, sigue los principios rectores de aquella mítica reforma del 18 cuando los estudiantes pugnaron por una educación más autónoma, gobernada por sus claustros, representadas por sus miembros. Pero los tiempos cambian, y si bien las instituciones quedan, así debe ser, las mismas no pueden anquilosarse y resistirse a los cambios que se producen en la sociedad. Celebrar el pasado sin proyecto de futuro constituye un mero ritual conservador que termina por contradecir el objeto de la celebración.
Hoy, a pesar de la gratuidad en el ingreso, tenemos una universidad pública elitizada. Aunque parezca contradictorio, quienes van a estudiar una carrera universitaria, en su gran mayoría no pertenecen a los sectores de más bajos recursos. El problema por supuesto es anterior a la universidad. En la pirámide educativa, no todos pueden llegar a la cima universitaria. Quedan en el camino miles de niños que no terminan la primaria, cientos de miles de adolescentes que no terminan la secundaria.
Si a esto le sumamos que muchos de los que terminan la secundaria deben obligadamente salir a buscar trabajo para mantenerse o ayudar a sus familias en situación de vulnerabilidad, el cuadro se completa: los que entran a la educación superior llegan apoyados por sus padres, pocos son los que pueden trabajar y estudiar a la vez y en el camino del recorrido, el desgranamiento de alumnos que se caen del sistema o quedan en situaciones crónicas, constituye una nueva masa de excluidos del sistema educativo. Sobrecapacitados para el taxi, discapacitados para puestos que requieren alta calificación profesional. En el medio y en la nada.
En fin, los que terminan una carrera universitaria, “los graduados”, suspiran con el diploma bajo el brazo y empiezan a imaginar por donde entrarle al mercado laboral. El problema al que quiero llegar es a la instancia de la formación de posgrado. Los graduados con sus títulos ya no cotizan como antes en el mercado de trabajo. La competencia feroz se dirime entre quienes pueden acceder a pagar una maestría y más aun un doctorado. Se supone que el graduado busca trabajar, y en el caso que lo consiga, su salario no será de los mejores. Ganarán menos que un chofer de colectivos.
Desde aquellos cantos de sirena que terminaron seduciendo a las autoridades universitarias en los años 90 para implementar carreras de posgrado en la misma universidad pública, no ha parado de generarse lo que yo llamo “las nuevas formas del arancelamiento encubierto”. Hoy, sino podés pagar una maestría o un doctorado, quedás literalmente fuera del sistema. El mismo va constituyendo titulados de primera y titulados de segunda. Ante tal situación, las autoridades universitarias lanzan políticas de becas para apoyar a los que no pueden pagarse una especialidad. Pero resulta que son escasas, y muchas veces compartidas, es decir, se ofrecen media o cuarto de beca. Pagar una maestría hoy en la Universidad Nacional de Cuyo oscila entre los 600 y los 800 pesos por mes durante dos años. Esa es la cruda realidad. Algunos empiezan, pagan las primeras cuotas, luego se atrasan y abandonan, frustrados, su capacitación.
Creo que ha llegado el momento de plantearse, como está sucediendo en otras áreas de la economía, una “nueva economía del posgrado universitario público”. No puede ser que se formen estratos paralelos. Experiencias de gratuidad de los posgrados encontramos en la UBA, en UNCórdoba, en la UNRosario, entre otras instituciones. Allí las autoridades han realizado un esfuerzo presupuestario para establecer posgrados gratuitos con requisitos estrictos de ingreso y con cupo. Definen especialidades estratégicas para formar profesionales. No podemos dejar este espacio al arbitrio del mercado de las maestrías. Actualmente, si alguien aparece con una propuesta de gestión de un posgrado con “futuros clientes”, cumple los requisitos formales y “garantiza” el sostenimiento económico, se abre una nueva especialidad. Esto ha llevado a algunos empresarios del conocimiento, a pensar la educación superior más como un "negocito".
Así las cosas, en la actualidad, ser doctor, o magíster, otorga un plus de poder personal en el mundo académico. Esta verdadera “industria del posgrado” en las instituciones universitarias, lleva a los graduados a la desesperación por adquirir nuevos títulos, a desviar la atención del recorrido académico que vienen realizando desde sus tesis de grado y, en muchos casos, a desangrarse pagando por algo que sólo les sirve a modo de antecedentes para competir en un mercado con salarios de poca monta. Entonces, el poseedor del titulo de posgrado, se enfrentará con los que no lo tienen en toda contienda académica: concursos docentes, becas de investigación, cargos de gestión concursables, etc. Y, por supuesto, los sobretitulados tienen las de ganar dadas las reglas. Han pagado más peajes en su viaje académico. Esta competencia neoliberal de mercado, reina en las facultades publicas, creando al interior de las unidades académicas, una guerra de todos contra todos, acentuando la brecha entre los que pudieron acceder a un título universitario en la Universidad Pública provenientes de clases populares y los que, ubicados en mejor posición social, se adecuan al arancelamiento del posgrado. Es a estos últimos a los que termina promoviendo el esquema universitario actual.
Los intelectuales universitarios se han transformado en una empresa individual de capitales adquiridos en el pequeño mundo de lo académico, van deambulando y pavoneándose por los “cuarteles de nobleza cultural”, dispuestos para la “competencia perfecta”. El espacio académico terminó siendo hoy el refugio de muchos intelectuales críticos, comprometidos políticamente en otras décadas y que ahora se autocelebran, sin estar en condiciones de inquietar a nadie acerca de nada La pregunta es la siguiente, ¿A quienes le sirven esos intelectuales al servicio de sí mismos y de la maquinaria que fomentan los expertise del negocio del postgrado? ¿A la provincia, al país o a ellos mismos?