Por Pablo Ramos
APM / Agencia Taller
El Fondo Monetario Internacional (FMI) fue creado en una conferencia que los países aliados desarrollaron en Breton Woods (Estados Unidos) en 1944, cuando la amenaza nazi se derrumbaba como un castillo de naipes y ya se empezaba a vislumbrar cómo debía administrarse el mundo luego de la II Guerra Mundial.
Por entonces, Argentina era gobernada por Juan Domingo Perón (1946-1955), quien llevaba adelante una política que, años más tarde, fue definida como no alineada. Por lo tanto, el país debió aguardar hasta su derrocamiento (1955) para ingresar al organismo financiero multilateral.
Fue durante la presidencia de facto –eufemísticamente bautizada “Revolución Libertadora”- de Pedro Eugenio Aramburu (1955-1958) en que el país se incorporó al ente con sede en Washington, es decir, doce años después de su creación.
Y este ingreso tuvo como objetivo una constante dentro de la Historia Económica argentina: pedir prestado. Por entonces, el préstamo se otorgó para liberalizar la economía tras una década de política autárquica del gobierno peronista. Recordemos que la administración anterior había cancelado la deuda externa con las abundantes reservas de oro que Argentina había atesorado durante el conflicto bélico mundial. Este país, junto a Estados Unidos, eran los mayores acreedores mundiales.
Luego, con Arturo Frondizi (1958-1962) como presidente democrático –aunque el Partido Justicialista y Perón se encontraban proscriptos- se acuerda un programa de alto contenido antiinflacionario. Eran las épocas de Alvaro Alsogaray como ministro de Economía, un ultraconservador que participó en cuanto golpe de Estado se produjese en estas tierras. Quienes lo padecieron seguro recordarán sus célebres máximas “hay que pasar el invierno” y “hay que ajustarse el cinturón”, formas elegantes para anunciar ajustes ortodoxos.
El país daba un giro de 180 grados en su relación con el exterior: pasaba de acreedor a deudor. Tras un período donde alternaron débiles gobiernos democráticos –Perón continuó proscrito hasta el año 1973- con el “Partido Militar” –este término hace referencia a que si bien los golpes de Estado los llevaban adelante uniformados, la política económica estuvo siempre en manos de los mismos nombres- se llega a la última y más sangrienta de las dictaduras (1976-1983) donde se convirtió en política de Estado el endeudamiento externo.
En 1976, el ministro de Economía de la dictadura militar, José Alfredo Martínez de Hoz, se encargó de arribar a un acuerdo con el FMI para estabilizar la hacienda y abrir la economía. Este es el período donde el endeudamiento externo se dispara: desde los 7.000 millones de dólares que había dejado la administración justicialista derrocada hasta los 45.000 millones de la misma moneda que los militares le dejaron de regalo a la sociedad argentina cuando dejaron el poder, en 1983.
La situación interna tras las Guerra de las Islas Malvinas (1982) alcanzó tal gravedad que el país estuvo al borde de la cesantía de pagos con el Fondo y con los otros organismos multilaterales, el Banco Mundial (BM) y el Banco Interamericano de Desarrollo (BID). Pero tras el cese de las hostilidades, hubo un nuevo acuerdo y el FMI brindó ayuda para hacer más “ordenada” la salida de los militares y el retorno a la democracia.
El contexto en que se producía este nuevo acuerdo era la “crisis de la deuda”, que se había originado en la declaración unilateral de México de la cesantía de pagos de su deuda pública.
Ya durante el gobierno de Raúl Alfonsín (1983-1989) se continuó con la tradición. Su primer ministro de Economía, Bernardo Grinspun, buscó ajustar los pagos a los recursos disponibles. No hubo acuerdo con el organismo, y a sus intenciones se las devoró el crecimiento de los intereses, por lo cual el se tuvo que ir, pero la deuda se quedó.
Lo sucedió Juan Vital Sourrouille, que aplicó en 1985 un programa económico conocido como Plan Austral –así pasó a denominarse la moneda local- que tuvo sus 15 minutos de gloria. El FMI apoyó con un crédito la aplicación de estas medidas y dos años más tarde, al intento de corrección que se conoció como Plan Primavera.
El gobierno alfonsinista culminó en hiperinflación y en la entrega anticipada del Poder a su sucesor, Carlos Menem (1989-1999). Ya en 1990 se reanudaron las conversaciones con el FMI en el marco de un plan de la Casa Blanca conocido como Brady, que buscaba “aliviar la carga a los países endeudados”.
El organismo aprobó los pilares de la reforma económica que Menem llevó adelante con total impunidad: apertura económica y privatización de todos los sectores en manos estatales.
Aunque no estuvo de acuerdo con la convertibilidad 1 a 1 del peso con el dólar que se estableció en 1991, el Fondo terminó apoyándola, y un año después le otorgó al país un acuerdo de facilidades extendidas. E incluso llegó a mostrar a la Argentina como un ejemplo a seguir por los países que ahora se llaman emergentes y a Menem como el “campeón de las reformas” económicas.
Tras el cambio de gobierno y la asunción de Fernando De la Rúa (1999-2001) debido a la agudización de la crisis económica –el país se encontraba en depresión desde 1998 y la deuda externa superaba cualquier capacidad de pago, mientras que la convertibilidad se había desvanecido de hecho- el Fondo debió otorgar fenomenales salvatajes para sostener la huida de capitales. Así, se concedió una ayuda por 40.000 millones de dólares que se bautizó “blindaje”, que no sirvió de mucho.
El final es conocido: revueltas populares el 19 y 20 de diciembre de 2001, con la huida del presidente en helicóptero desde la terraza de la Casa Rosada, quizás para no ver los cadáveres que se acumulaban en el microcentro porteño.
Luego la sucesión de cinco presidentes en menos de una semana; uno de ellos, Adolfo Rodríguez Saa, que declaró la cesantía de pagos aunque excluyó al FMI, al BM y al BID.
Así, Argentina estuvo un año sin relacionarse con el Fondo. Pero con la asunción de Eduardo Duhalde (2002-2003), se arribó a un nuevo acuerdo con el organismo presidido para reprogramar la deuda bilateral, que alcanzaba los 16.112 millones de dólares. El directorio –que responde a los intereses del Grupo de los siete países más industrializados (G7)- aprobó un acuerdo hasta setiembre de ese año.
Con la asunción de Néstor Kirchner (2003) se buscó renegociar la deuda con el organismo, a la vez que se criticaba con desdén su responsabilidad en la severa crisis económica en que se había sumergido la Nación. El organismo ponía como condiciones para cualquier acuerdo la libre flotación del dólar, el aumento de las tarifas de los servicios públicos y la renegociación de la deuda en default.
Como la Casa Rosada sustenta su esquema económico en un tipo de cambio alto que estimule las exportaciones y que le permite cobrar impuestos al comercio exterior (retensiones), a la vez que se encuentra en un duro proceso de renegociación de los contratos de prestación de los servicios públicos, todo intento de acuerdo entre las partes, fracasó.
La Argentina sí cumplió en renegociar su deuda pública. Su propuesta fue aceptada por el 76 por ciento de los acreedores. No obstante, el Fondo reiteró una y otra vez que deben ser contemplados los intereses de los que quedaron afuera del megacanje.
En estas condiciones, alcanzar un acuerdo fue imposible. Y se debe aclarar que la Argentina no buscaba fondos frescos, sino una postergación de los vencimientos. Además, durante todo este período, la Tesorería canceló todos los vencimientos en efectivo, superando los 11.000 millones de dólares en erogaciones.
El martes 13 de diciembre, Brasilia anunció al mundo que cancelaba los compromisos con el FMI mediante un pago en efectivo de 15.500 millones de dólares, provenientes de sus reservas monetarias. El presidente del organismo multilateral, el español Rodrigo de Rato, felicitó la iniciativa y llamó a que los países emergentes imitasen al vecino país.
Dos días después, el gobierno argentino imitaba a su socio mayor de Sudamérica. Argentina cancelaría los 9.810 millones de dólares que debe al Fondo con sus reservas atesoradas en el Banco Central.
Aunque no es intención del Gobierno desafiliarse del organismo, se llaga así al final de una relación tortuosa.