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EL SONIDO Y LA FURIA

ELEFANTE (“Elephant” / EEUU, 2003) Dir.: Gus Van Sant Intérpretes: Alex Frost, Eric Deulen, John Robinson Gus Van Sant retoma el evento de Columbine para construir un filme lírico no demasiado cerca de la propuesta de Michael Moore. por MARCELA RAGGIO

16 de julio de 2004, 12:52.

imagen EL SONIDO Y LA FURIA
La “masacre de Columbine”, en la que dos estudiantes acribillaron a doce compañeros de secundaria y un profesor, y luego se suicidaron, había sido ya el punto de partida para Bowling for Columbine, el aclamado documental de Michael Moore. En aquel film, el hecho servía como disparador para plantear una pregunta y buscar soluciones: ¿Qué ocurre con la sociedad estadounidense para que lleguen a pasar estas cosas? ¿Qué se ha hecho mal? Frente a todas las posibilidades propuestas por Moore, la gran respuesta era “el miedo de la sociedad norteamericana.”

Gus Van Sant retoma el evento de Columbine, pero su propuesta es radicalmente diferente de la de Moore. En primer lugar, en cuanto al género. En segundo, en los presupuestos estéticos. Sin embargo, y aunque muchos han señalado que Van Sant no emite juicios, Elefante comparte los presupuestos éticos (al menos, en lo que hace a la gran interrogación) con Bowling for Columbine.

Elefante es un film de ficción o, mucho mejor, una película lírica. Además del suceso central por el que se verán conectadas las vidas de todos los protagonistas, lo que en realidad hace la cámara es crear un estado de ánimo, una profunda soledad y aislamiento que, con escuetas palabras y profusas imágenes cargadas de sentido –como en un poema- construye un tono, un mood. Columbine fue solo uno de varios hechos de violencia escolar ocurridos en la década de los ’90 en EEUU; tal vez el de mayor resonancia. Por eso es inevitable la remisión al caso como hecho inspirador. Sin embargo, para desligarlo de tintes documentalistas, Van Sant traslada la acción de Colorado a Oregon y, al menos a primera vista, no intenta plantear tesis alguna ni buscar explicaciones. Simplemente, expone desde la distancia, desde afuera.

Esto resulta paradójico, ya que una de las marcas estilísticas del film consiste en el uso casi exclusivo de los planos cercanos de los protagonistas, sin profundidad de campo, como si la cámara quisiera captar qué ocurre en las mentes de esos adolescentes atormentados, casi siempre solos, a veces en grupos, que recorren los pasillos vacíos de la escuela. Armada a partir de numerosos flashbacks que miran el mismo instante desde varias perspectivas, y con intertítulos que, mediante la presentación del nombre de los estudiantes, buscan captar sus elusivas identidades, la película plantea una atmósfera casi de sueño (pesadillesco) donde la tensión se va acumulando sin proponer salidas tranquilizadoras, hasta la explosión final –que tampoco cierra como para dejar sosegado al espectador.

Y es que nadie está tranquilo o a gusto en esa escuela. Ni el chico que debe conducir en lugar de su padre, porque este ha bebido de más; ni la muchacha que es reprendida por su profesora de gimnasia por no llevar pantalones cortos. Ni las tres chicas anoréxicas que discuten acerca del tiempo dedicado a los novios y a las amigas; ni la estudiante que tiene una cita con el médico esa tarde o su novio, que lleva un irónico abrigo de guardavidas. Cada uno de estos jóvenes, y varios más, son seguidos por la steadycam a lo largo de oscuros pasillos en los que no resuena la algarabía de voces juveniles propia del género “film adolescente”, sino solo un confuso marasmo de sonidos que pueden llegar a aturdir por dentro.

En la superficie, parece una escuela normal, envidiable incluso: con un parque para practicar deportes, laboratorios de idioma y de fotografía, aulas para discusiones académicas y grupos de estudio, pasillos amplios, demasiado amplios, en realidad. Pero en medio de esta aparente bonanza escolar, hay algo que inquieta: lo que sugiere en primera instancia una gran libertad de los alumnos, termina por ser un edificio enorme, vacío, donde nadie ve nada, donde los problemas se eluden por las puertas y donde los estudiantes deambulan sin saber adónde van. La cámara de Eli, quien va por los pasillos tomando fotos para un proyecto escolar, es la única testigo del solitario vagar de los jóvenes. Tan solos están, que nadie se da cuenta de que el padre de John es una carga superior a la madurez del adolescente, o que tres estudiantes son anoréxicas; que hay una agresividad explícita entre los compañeros de clase; o que para una joven que usa pantalones largos en lugar del short reglamentario, tal vez el problema no sea una mera rebeldía, sino la falta de aceptación del propio cuerpo.

La misma soledad, casi podría decirse abandono, se percibe en las relaciones familiares. Más allá del caso del padre ebrio de John, los futuros criminales adolescentes Alex y Eric pasan largas horas solos, atendidos por sus padres solo a la hora de desayunar. Las eternas tardes de ocio, que permiten el contrapunto entre la música como expresión de creatividad y los juegos electrónicos como explosión de violencia, confluyen en la llegada de una caja atractiva y mortal: el arma que los chicos compran por internet.

La escena de la masacre no se aparta de los postulados estéticos del resto del film: es más, la cámara no solo sigue de cerca de los jóvenes vestidos para matar, sino que en el primer asesinato se ubica en la mirada del propio chico: la ocularización interna es exactamente la misma que crea la ilusión del videojuego con el que pasan sus tardes, lo que tiene que ver con la intención que explicitan Alex y Eric antes de su “gran día”: lo importante para ellos es divertirse. En los desolados pasillos no hay nadie, los que caen mueren solos, y hasta los gritos se confunden en una nebulosa sonora. Eric pronuncia, casi ritualmente, las palabras de Macbeth: “So foul and fair a day I have not seen.” (“Nunca antes he visto un día tan horrible y hermoso”). La paradoja shakespereana resuena ahora en las mentes de estos adolescentes que personifican el contrasentido de una sociedad para quien la violencia es diversión.

Al mostrar a sus adolescentes solos y vagando por amplios pasillos, con pocos diálogos y, en cambio, rumores ininteligibles, Gus Van Sant ha logrado pincelar el aislamiento y la incomprensión en que transcurre la adolescencia, como así también la incapacidad de todo un sistema para contener a los jóvenes. Y es aquí donde el manifiesto lírico que es Elefante adquiere connotaciones éticas: porque las imágenes de Van Sant también denuncian, tal vez sin proponérselo, a una escuela ausente, una casa vacía, un solipsismo alimentado por la violencia de los medios, y por sobre todo, una autonomía acérrima en la que, en aras de la individualidad, se ha olvidado la existencia comunitaria. Como Moore, aunque por medios bien diferentes, también Van Sant pone en tela de juicio a toda una sociedad. Evidentemente, la furia del crimen a pequeña y gran escala retumba desde el cine, esta vez, para dejar aturdidos y paradójicamente, pensando.

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