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Entre las carretas y el láser

09 de diciembre de 2008, 17:53.

El doctor Roger Zaldivar es un personaje memorable por pionero, por soñar haciendo, por lo que deja para Mendoza, para la Argentina, para Sudamérica. Falleció hace algunas semanas, pero su vida continúa

Una pregunta: ¿puede haber algún vínculo entre un carretero y el rayo láser? Y otra más: ¿puede ser superada la cabeza de Goliat sin la agresión de una certera pedrada?

Seguro que las dos suenan a disparate. Pero no nos disparemos del disparate. Soseguemos nuestra urgencia; las respuestas ya nos vendrán.

Voy por un hombre, el doctor Roger Zaldivar, que, dicen, falleció el 29 de setiembre pasado. Voy, pero no con el ánimo de homenaje y necrológica almidonada que sólo sirven para darle la razón a la muerte. Ya veremos; no siempre la muerte se sale con la suya. No en el caso de hombres como "el doctor Roger", alguien que se atrevió a soñar a rajacincha. A soñar haciendo, claro.

Hay apellidos que se tornan sinónimos de: Picasso de pintura, Maradona de fútbol, Fangio de automovilismo, Fu Manchú de magia, Mosconi de petróleo. Así, Zaldivar, sinónimo de oftamología. Por lo que sembró y deja para Mendoza, para la Argentina, para Sudamérica, para este mundo que es una patria entera (pese a los misiles y otras maldades).

En el terreno de la cirugía ocular, Mendoza tiene un instituto, mundial, que nació con el doctor Roger y creció con los logros de su hijo Roberto, luego fundador de la Sociedad Argentina de Cirugía Refractiva, director de la Sociedad Internacional de Cirugía Refractiva, del American Board of Eyes Surgery, del Refractive Surgery Club, miembro de la Academia de Ciencias de Nueva York, experto consultor e investigador de institutos de los Estados Unidos, Japón y Taiwan, ganador de premios equivalentes a oros olímpicos. Esta presencia, tan internacional, tiene la sangre y los cimientos del doctor Roger.

Lo conocí en 1971. Mi madre padecía hemorragias en la parte anterior de sus ojos. Esos derrames, invisibles, la estaban llevando rápido a la ceguera. Angustiados, en mi familia nos dijimos lo de siempre cuando se vive en una provincia: "Mejor vamos a Buenos Aires a ver si algún oculista da en la tecla". Esta frase de algún modo explica lo que somos y dejamos de ser como país. Desde siempre nos sentimos el patio trasero de la gran metrópoli. Ya en Buenos Aires, rodamos por oculistas de renombre, hasta que el doctor Eduardo Lagos sintetizó la opinión de varios profesionales: "La única solución la tienen en Mendoza, con el láser del doctor Zaldivar".

Tratemos de ubicarnos: hace 40 (cuarenta) años, única solución, un láser, y en Mendoza. En esta ecuación está la clave del fenómeno, hoy ecuménico, que significa el Instituto Zaldivar. En el terreno de altísima especialización rompió con aquello de que Dios está en todas partes pero atiende en Buenos Aires (o en Nueva York, o en París, o en Tokio).

Hace un par de años, a sus 88 plenos y lúcidos, conversé largamente con Roger Zaldivar. Escuchemos pinceladas de su vida.

"He preferido siempre -dice- mirar hacia adelante, imaginar, proyectar, innovar, hacer. Pero hay un momento en que la vida nos hace dar un paso al costado. En este 2006 di ese paso y mientras yo estoy en este relato mi hijo Roberto está en el quirófano haciendo, como cada día, decenas de cirugías oculares a pacientes de todo el mundo. ¿Cómo llegamos a esto? Sumándole muchísimo trabajo a una insaciable curiosidad y al deseo de servir.

"Hasta donde sé, el primer Zaldivar de América llegó a México con las huestes de Hernán Cortés, hace cinco siglos. Eran tiempos arduos de conquista y luchas feroces. Cortés hundía sus naves para evitar el retorno; Pizarro y Almagro no necesitaban enfrentamientos con indios: se mataban entre ellos. El caso es que aquel remoto Zaldivar bajó hacia el Sur: Colombia, Perú, Chile. Y con los años la emigración a Mendoza."
De aquellos fracasos...

El doctor Roger nos sigue contando que el asentamiento de los Zaldivar en Mendoza lleva varias generaciones, que las últimas tres se dedican a la medicina. Se detiene en su padre: "Mi padre, Eleazar, fue enólogo viñatero y bodeguero; estudió en Mendoza, fue uno de los primeros alumnos de la Quinta Agronómica. Viajó a Montpellier, centro vitivinícola de Francia, donde estudió y trabajó. Al regreso decidió aplicar sus conocimientos y puso una bodega en el Kilómetro 8. Eran años de agudas crisis económicas, 1923/1924. El vino valía menos que la uva que se usaba para hacerlo. Horrible situación, miles de hectolitros se arrojaban a las acequias para regular el mercado. Mi padre quebró. Su idea de modernizar la producción de vino fue aplicada a destiempo. Porque se adelantó. Pagó el precio de tantos pioneros".

Un velo de emoción en la voz del doctor Roger. Sigue: "La imagen que tengo de mi padre es la de un hombre triste, frustrado, que terminó trabajando como inspector en la Dirección de Industrias. Creo que fui médico porque él siempre me decía: «Nunca te metas con la viña». El caso es que mi padre quiso hacer vino de calidad en épocas en las que sólo importaba la cantidad. Pero su amargura no se consumió en sí misma: nos alentó a mi hermano Raúl y a mí para que estudiáramos profesiones liberales".

¿Y para cuándo la respuesta sobre la relación entre un carretero y el láser? Un poco más de paciencia. Sigamos escuchando al doctor Roger.

"Mi madre, María Monserrat, era mendocina, hija de catalanes y mallorquines. En mi rama paterna tuve un tatarabuelo que tenía una tropa de carretas. Transportaba productos de la provincia a la Capital Federal. Se acompañaba de muchos jinetes para defenderse de los asaltos. Aquellos viajes eran casi eternos: más de 40 días con sus noches para ir y otros tantos para volver. Ese tatarabuelo, Juan de Dios, también fue un pionero. Pero la inauguración del ferrocarril, en 1884, terminó con su negocio. Hasta ese momento tener una tropa de carretas era como tener una flota de camiones, pero con caminos que eran apenas huellas y con viajes que eran tremendas travesías."

El doctor Roger no detiene su relato; se pone de pie: "Cuántos sueños atesoraba la vida de aquellos hombres que elegían para su destino tantos sacrificios y riesgos. Se necesita un ilimitado hambre de futuro para afrontar aventuras como la de mi tatarabuelo carretero, o como la de mi padre, enólogo. ¡Qué prodigiosa locura la de los dos! De esas vidas aparentemente fracasadas me nutrí. Y se nutren quienes me siguen".
Contra viento zonda y marea

¿Y cómo llega el doctor Roger a la medicina? "¿Vocación? Al principio, ninguna. Sólo «nada de viñas». No había antecedentes de médicos en la familia. El único germen es el asma de mi madre. Ante su sufrimiento, me dije: «Caramba, a ver si estudio algo que la pueda ayudar». Ingresé en la Universidad de Buenos Aires. Fui discípulo de una pléyade de excepcionales maestros: Houssay, Garrahan, Castex, Finochietto, Padilla, Elizalde, Leloir, Ivanissevich, Cossio. Próceres de la medicina."

¿Por qué la oftalmología? "Tampoco aquí hubo algo definido. Como tantos provincianos, yo vivía en una pensión precaria; comidas penosas, todas a base de papa. Me enteré de un concurso en el hospital Santa Lucía y dije: «Me presento a ver qué pasa». Y resulta que lo gané. Ni me pasaba por la cabeza que un día sería profesor de la Universidad de Cuyo, decano de la Facultad de Medicina, máster de Yale en los Estados Unidos; tampoco imaginaba que algún día sería fellow de la Academia Norteamericana de Oftalmología, o miembro de la Academia de Ciencias de Nueva York, o presidente del Consejo Argentino de Oftalmología. Mucho menos imaginaba que tendría un hijo que seguiría esa huella y un nieto que la continuará.

"Con el cargo en el Santa Lucía pude pucherear; aprendí muchísimo; estaba en la «fábrica de oculistas». Después entré a trabajar en la enfermería de la cárcel de Devoto. Yo veía, escuchaba y escribía pensando en publicar. Pero cayó en mis manos Crimen y castigo y me di cuenta de que ya estaba todo escrito. Dostoievski me había ganado de mano. Estuve a punto de entrar en el servicio de ojos del flamante Hospital Churruca, pero el puesto se lo dieron a otro con más banca. Fue una desgracia, me deprimí, pero al final una suerte que me hizo regresar a Mendoza. En el Hospital Central trabajé mucho tiempo sin sueldo. Así llegué a jefe del servicio de Oftalmología. En 1948 me metí con el doctor Amadeo Cicchitti, que tuvo una idea loca, descabellada: crear una facultad de medicina en la Universidad Nacional de Cuyo orientada a las humanidades, a la agricultura. Sí, nadábamos contra la corriente, pero con fuerte entusiasmo. En el ambiente médico nos decían: «Locos, ustedes van a hacer una fábrica de médicos acá y nos arruinarán a todos». Pero nos metimos en el Hospital Central en contra de la opinión de todo el mundo. Aparte de locos, intrusos. Así nació aquello. La Facultad de Medicina de la Universidad de Cuyo se hizo desde la nada, soñando contra viento zonda y marea."

Las vidas se cuentan rápido, pero están sembradas de días y noches. El doctor Roger Zaldivar terminó siendo profesor de Oftalmología en aquella facultad tan resistida y tan imposible. Y fue decano dos períodos. Y un día advirtió que entre los alumnos estaba Roberto, su hijo. Y el tiempo. Y otro día una llamada telefónica le dijo que Roberto había ganado uno de los premios mundiales más notables.

Pero entre medio, antes, el doctor Roger gana una beca para perfeccionarse en Yale, y estudia trabajando con Ramón Castroviejo y frecuenta a José Barraquer. Y en 1968 funda y dirige el primer programa de residencias de oftalmología en Mendoza. Y ahí se entera de que los láseres empiezan a utilizarse tímidamente en aplicaciones médicas. Un adelantado en ese sentido fue Christian Zweng, en la Universidad de Stanford, quien lo invita al doctor Roger para que asista a las primeras experiencias con el primitivo Láser Rubí.

Manso, sigue narrando el doctor Roger: "Por intermedio de Zwend conseguí que uno de los primeros prototipos del instrumento fuera destinado a nuestra descabellada Facultad de Medicina. Era el primer láser usado en la medicina en Sudamérica. El avance vertiginoso de la tecnología lo transformó pronto en una venerable pieza de museo. Pero cumplió una fundamental función de progreso. Ahora los láseres han afinado sus aplicaciones hasta el infinito".

La cabeza de Goliat

Detengámonos en este punto de la hazaña. El primer láser de uso médico de Sudamérica ¡va a una provincia! Otra vez aventura y desafío, nadar contra la corriente. Recordemos con reflexión: el tan insistentemente olvidado Ezequiel Martínez Estrada visualizó al país como una colosal cabeza asentada sobre un cuerpo raquítico. La cabeza, Buenos Aires, era -sigue siendo- enorme hasta la deformación. Creció así porque se come al país por y desde las patas. Vio Martínez Estrada un país con una metrópoli embudo: lo ancho para mí, lo angosto para vos. Este metabolismo insano y autodestructivo tal vez sea, por así decir, nuestro error capital. Pasan las décadas, cambiamos de siglo, y el error se consolida, se convierte en normalidad.

Muchos individualmente intentaron sobreponerse a este metabolismo degenerante. Tantos quedaron en el camino. En este rato de palabras me estoy deteniendo en alguien que, como todo pionero, siempre eligió el camino menos transitado. Pudo quedarse en los Estados Unidos y trabajar junto a los mejores del mundo. Pero aprendió y se vino a la siempre azarosa Argentina perdida en el Sur. También pudo quedarse en la Capital Federal, pero volvió a sus raíces en Mendoza. Desde el punto de vista práctico, hizo siempre las cosas al revés, es decir, hizo lo que hay que hacer: saltó sin red, abrió un instituto no sólo en un país lejano y desconsiderado con sus científicos, sino, además, en una provincia. Hoy en ese instituto están los láseres más sofisticados del mundo. A la par de los Estados Unidos, de Alemania, de Japón. Y llueven los premios para Roberto Zaldivar, el hijo que tomó la posta. Premios como el Innovators Lecture del 2007, otorgado por el 20º Congreso Alemán Internacional de Cirujanos Oftalmológicos, celebrado en conjunto con la Academia Norteamericana y la Sociedad Internacional de Cirugía Refractiva (ISRS). El primer médico de habla hispana que alcanza semejante distinción. Uno de los premios más importantes que han recibido la oftalmología y la medicina argentina en su historia.

¿Cómo vivió el doctor Roger este reconocimiento mundial? Haciendo memoria, pero no para la nostalgia lagañosa, sino para decirnos, con hechos, que los milagros no caen del cielo ni suceden por milagro. Para demostrarnos que hay que soñar a rajacincha. Claro, soñar haciendo.

Lo estoy escuchando: "Algunos se asombran de que mi hijo Roberto haya llegado a realizar 80 operaciones en un día, de cataratas o miopía. Conociendo su aplicación y sus inquietudes, es el resultado de un proceso lógico. Todo está organizado. Se entiende que estoy orgulloso de mi hijo. Es una figura trascendente que podría cómodamente dormirse en los laureles, pero no, al contrario, con cada logro que consigue se compromete más y más".

En aquella conversación de hace dos años, el doctor Roger me confesó: "Tengo edad para saber serenamente que todos los plazos se cumplen y hay que estar preparado. Yo estoy preparado. En la profesión, en el instituto y en la vida misma; Roberto me prosigue y mi nieto también".

Posdata

La moraleja se cae por madura: entre el arriesgado tartarabuelo carretero de 1880 y el loco Láser Rubí de la década del 70 hay un cordón umbilical vinculante. Entre los éxitos internacionales del instituto en el siglo XXI y aquella bodeguita que fracasó por nacer antes de tiempo, el vínculo continúa. Con todo esto se demuestra que a la cabeza de Goliat se la puede y se la debe contradecir. No hace falta una pedrada para tumbarla: hacen falta las agallas de los pioneros para ponerla en su sitio.

Más allá del coraje y de las hazañas, el doctor Roger, soñador, es decir, pionero, me contó que se dio tiempo para participar de expediciones al Aconcagua: "De la inmensidad de la Cordillera pasaba a esa otra inmensidad que es el ojo humano". Y me entregó una última reflexión: "El fracaso no existe, el fracaso abona. No soy de dar consejos, pero siempre les digo a mi hijo y a mis nietos que siendo honesto nunca se puede perder. Nunca. Que la deshonestidad tiene patas cortas como la mentira. Que la honestidad a la corta o a la larga siempre gana".

Aunque suene obvio, lo escribo: según informaron los diarios, el doctor Roger Zaldivar ha fallecido. Pero no siempre hay que creerles a los diarios. Su vida continúa. Al compás de esa reflexión inolvidable continúa: "En esta vida que es apenas un instante, el placer de la honestidad no se puede cambiar por nada".
rbraceli@arnet.com.ar
Para saber más: www.rodolfobraceli.com
* Autor de una veintena de libros, algunos traducidos al inglés, italiano, francés y polaco; entre ellos, El último padre; Don Borges, saque su cuchillo porque...; De fútbol somos, y el reciente Vincent, te espero desnuda al final del libro.

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