Desde hace días que, como amante de la expresión, me desvela la producción de este artículo; quizá algunos de ustedes se pregunten por qué, y mi respuesta más inmediata y rápida es porque una de mis mayores preocupaciones es la socialización y democratización del conocimiento, posibilitando que los mensajes lleguen a todos derribando cualquier muro social, cultural e ideológico, ya que quienes luchamos por reconstruir el sentido público y popular del campo educativo entendemos que uno de los pilares fundantes de un pueblo libre es contar con una educación concientizadora y emancipadora.
Indudablemente pensar e implementar una política educativa que promueva este tipo de educación traería como consecuencia casi inevitable la resistencia rígida y hasta el rechazo más autoritario de parte de los eternos sectores sociales conservadores que siempre intentan verticalizar el poder, privatizar espacios legítimamente públicos, perpetuar sus posiciones de privilegio.
En definitiva, sectores que buscan conformar una sociedad en la que los grupos populares estén sometidos a las órdenes, ideas y cultura de aquella clase social que, a través de la dominación que ejerce, imposibilita la construcción de una conciencia colectiva que integre a las diferentes voces, a las diversas culturas, a las ideologías opuestas.
Después de lo expresado uno se pregunta dónde queda el mensaje del pedagogo brasileño Paulo Freire cuando plantea: “Las masas populares no sólo tienen el eterno y cosificador deber de escuchar sino también el legítimo y liberador derecho a hablar”.
Intentaré acercarme a una posible respuesta. Sucede que a través de una educación que transmite sólo un discurso, sólo una mirada perteneciente a esta élite social, quienes la reciben la aceptan como “la” verdad, lo que desencadena que los grupos populares en muchos casos terminen convencidos y persuadidos que la realidad injusta y desigual que padecen es natural y, por lo tanto, inmodificable; conduciéndolos a que crean estéril e innecesaria la lucha por la transformación y mejora de sus contextos cotidianos.
Además, terminan pensando en la imposibilidad de construir un sistema social, político y económico alternativo, que incluya auténtica y concretamente a todos, y no sólo desde un supuesto discurso popular e inclusor.
Ahora, si arribamos a la conclusión que en ocasiones corremos el riesgo de tener un sistema educativo que embanderado con discursos progresistas y democráticos en realidad nos someta a todos a una misma cultura, a un único pensamiento y a una sola manera de entender el mundo, eliminando cualquier posibilidad de disenso, cabe preguntarnos:
*¿Hasta qué punto el sistema educativo así como debe garantizar el ingreso de todos asegura al interior del mismo una formación integral basada en la pluralidad ideológica y multiplicidad cultural?
*¿En qué medida el sistema educativo parte de la heterogeneidad cultural y; en lugar de tender a la homogeneización descartando toda mirada y pensamiento que no esté dentro de la cultura dominante aceptada; amplía y enriquece las diversas posiciones ideológicas?
*¿Podemos calificar de popular, democrático e inclusor a un sistema educativo que forma o deforma a todos en un único molde, el que, encima, está definido e impuesto por unos pocos?
Éstas y muchas otras preguntas pueden surgir cuando uno asume que el sistema educativo puede ser a veces emancipador y estar genuinamente asentado en una calidad inclusiva; o bien puede actuar como un instrumento que silenciando y hasta ocultando las voces disidentes nos someta a una educación necrófila que mata la creatividad, la imaginación, las ansias de reclamo por acciones transformadoras.
Es un muy buen síntoma el deseo y la necesidad de plantearse interrogantes, pues pone en evidencia que además de actitudes aceptantes y pasivas en la sociedad hay miradas críticas y cuestionadoras.
Desde estas últimas voces debemos seguir en la lucha por un sistema educativo que asuma los escenarios sociales, económicos y culturales de todos los alumnos: tanto de aquel que vive en un barrio privado, acostumbrado a relacionarse con niños “iguales” a él, que consume desenfrenadamente cuanto juguete impone sádicamente el mercado exclusor, que es enviado por sus padres a maestras particulares, a computación, a idiomas, a algún deporte, etc. como así también de aquel alumno que -desprovisto de su derecho a una infancia feliz basada en el amor, en el juego y en el estudio- se ve obligado a trabajos que van desde cartonear, limpiar vidrios en las esquinas hasta ser los brazos ejecutores de otros grupos poderosos que los utilizan para la venta y distribución de drogas.
Este alumno forma parte de aquel grupo de niños que nacen y viven en villas desnudas del derecho a una vivienda digna aprendiendo a tomar como natural ese modo de vida, lugares en los que sobrevive quien mejor se adapta, al mejor estilo darwiniano; donde triunfa el que acepta y se acomoda a esa selva habitada por quienes excluidos del sistema social, laboral y educativo sufren la discriminación y el rechazo de muchos y edifican un modo de pensar y actuar asentado en el resentimiento, desconfianza, desesperanza, desilusión y un hostil y profundo sentimiento de marginalidad.
Nuestro sistema educativo debe atender a todos los entornos y hacerse cargo de que la realidad en la que está inmerso no es la panacea ni el paraíso celestial sino un contexto que nosotros mismos hemos contribuido a producir; ya sea desde la acción positiva como desde la omisión propia del “no te metás” o “sálvese quien pueda”. Me refiero a un contexto fragmentado, empobrecido, deshumanizado; un escenario que necesita y exige una educación transformadora.
Esa es la razón de ser de nuestro sistema educativo: aportar desde su dimensión formativa a la construcción de un mundo cada vez más libre, pensante y solidario.