“Me encantan las películas de Woody Allen –afirmó Homero Simpson en una ocasión- pero no aguanto al personajillo con gafas que aparece en casi todas”. Cualquier devoto admirador del cineasta newyorquino podría hacer la aseveración antitética: “no me gustan algunas películas de Woody Allen, pero adoro al personajillo de gafas que aparece en casi todas”. Y es que el sólo hecho de que el propio Woody se coloque delante de cámara asegura el deleite de sus espectadores devotos, para quienes encontrarse con el genial artista una vez al año es un rito tan ineludible como entrañable. Aunque a veces -como en este caso- se trate sólo de una obra menor e intrascendente de su riquísima filmografía.
En La maldición del escorpión de Jade, el realizador sitúa –una vez más- la acción en la New York de los ´40 y se pone en la piel de CW Briggs, un prestigioso investigador de la compañía de seguros Northcoast, reconocido por su olfato y su habilidad para “introducirse en la mente” de los delincuentes. Su archienemiga es la más reciente incorporación de la empresa, Betty Ann Fitzgerald (Helen Hunt), especialista en “reestructuraciones” y amante del propietario, Magruder (Dan Aykroyd). La trama se dispara en una fiesta de la empresa, donde un mago, Voltan (David Ogden Stiers) hipnotiza a Fitzgerald y Briggs, y logra que, estando en trance, se enamoren... además de implantar en ambos una obediencia ciega que se apodera de ellos cuando oyen las palabras Madagascar y Constantinopla. Es así como el tramposo ilusionista logrará que los protagonistas roben para él sin que luego puedan recordar nada de lo sucedido.
El mundo del delito siempre ha fascinado al geniecillo de Manhattan: según él mismo ha confesado, siempre albergó la sospecha de que si no hubiera encauzado su incipiente carrera profesional en el mundo del humor, “hubiera llegado a ser un gran delincuente”. El guión de What´s up, Tiger Lily –su segundo trabajo como autor cinematográfico (debutaría tres años después como director)- contaba la historia de un agente secreto que debía desenmascarar el robo de una receta de huevos duros; y el protagonista de su ópera prima tras las cámaras, Virgil Starkwell, es un joven ladrón que intenta reformarse pero antes quiere dar un gran golpe que le permita retirarse. Allen ha abordado la temática delictiva de manera puntual (escribió Confesiones de un ladrón y dedicó varios films a cacos, estafadores y asesinos) o tangencial (en películas de temática diferente pero en las que incluyó personajes que habían delinquido). Es, entonces, un mundo que frecuenta, aunque siempre de modo diferente: La maldición... no se parece a Ladrones de medio pelo ni a Robó, huyó y lo pescaron y mucho menos a Crímenes y pecados. Es tal vez su propensión a abordar distintos tonos y géneros consiguiendo seguir siendo fiel a sí mismo una de las características más sobresalientes de su obra.
En La maldición... Allen continúa en la línea de los últimos años, es decir, aborda el género de la comedia en estado puro, evitando las temáticas crípticas de su etapa bergmaniana y eludiendo también el slapstick de los comienzos, que incluyó a pinceladas en su film anterior, Ladrones de medio pelo. El gag recurrente gira alrededor de la hipnosis, recurso ya utilizado por el realizador en Zelig. La modificación de determinado universo a partir de un elemento mágico también tiene antecedentes en su obra: Alice, La rosa púrpura de El Cairo, Amor y muerte, Historias de New York.
En éste, su largometraje número 32, este creador compulsivo ubica a la historia en 1940, lo que le permite rendir tributo a un género que surgirá en dicha década: el film noir. La película es, claramente, otro tributo genérico –como Broadway Danny Rose, Sombras y niebla, Disparos sobre Broadway o Todos dicen te quiero- en el que homenajea al policial negro del Hollywood de oro, y venera además a las comedias agridulces de la época y a sus íconos más emblemáticos. El realizador ha manifestado que siempre estuvo fascinado por la estética del cine de los ´40, a la que califica de “sublime”. No es la primera vez que sitúa la acción en esa época. Intentó recrear la mística del período comprendido entre los ´20 y los ´40 en films como La rosa púrpura de El Cairo, Disparos sobre Broadway, Días de radio, Zelig o Dulce y melancólico. Pero es oportuno subrayar que en su recreación de ese período no intenta ser fiel al mismo; no busca una traslación literal sino que busca plasmar la que él idealiza, por lo cual el resultado final no es la New York real de los ´40, sino su visión enamorada. Es imprescindible para conseguir dicho propósito la impecable reconstrucción del diseñador de producción Santo Loquasto -viejo colaborador del realizador- y el trabajo del director de fotografía, Zhao Fei, que tiñó a los fotogramas de un nostálgico sepia.
Allen sitúa la mayor parte de la acción en interiores y casi la totalidad de las secuencias son nocturnas. Utiliza todos los recursos del noir: sus tiempos (planos de más de tres minutos), su atmósfera, el montaje clásico, el tono sombrío, la anécdota policial y, por supuesto, el delineado de los caracteres. Los arquetipos característicos del cine de la Depresión se encarnan en los personajes de Charlize Theron (una heredera ninfómana y malcriada con mucho de Veronica Lake); o el propio Allen (su Briggs se inspira en el Phillip Marlowe de Humphrey Bogart); e incluso los enfrentamientos de este último con la Fitzgerald de Hunt aluden a los de Marlowe con Vivian Sterwood Rutledge (Lauren Bacall). Los diálogos corrosivos y filosos entre la pareja protagónica, propios de las screwball comedies de los años dorados, se alternan con las marcas de fábrica del autor: una puesta casi teatral (con exageración en la composición de los personajes y una impostura que encuentra su punto más extremo en la escena amorosa con fuegos de artificio); el tono de nostalgia y añoranza que tiñe a todos sus films de época, y la yapa que hace que toda película suya sea un placer no sólo para ver sino también para oír: una exquisita banda sonora. En esta oportunidad, el director no apuesta a la profusión de one liners ni a sus característicos gags; la tensión depende de la trama policial, y el tono del film está dado por la estructura de comedia de situaciones, los diálogos ingeniosos, y la eficaz conjunción de parodia (ya que realiza un trabajo de intertextualidad que pone al descubierto las normas del noir) y homenaje, este último en mayores dosis. El elemento cómico no está dicho sino ejercido, convertido en acontecimiento.
Allen siempre ha explorado la mente humana, pero aquí lo hace casi de modo literal, utilizando el recurso de la hipnosis para bucear en el inconsciente y rescatar los auténticos deseos, en obvia alusión freudiana. Vuelve a postular su eterna dicotomía cabeza vs. corazón (“resulta muy difícil conseguir que cabeza y corazón vayan de acuerdo en la vida... en mi caso, ni siquiera se llevan bien”, aseguraba en Crímenes y pecados) y tras un divertimento liviano esconde agudas reflexiones sobre el hechizo del amor. El mago, al hipnotizarlos, no logra que Briggs y Fitzgerald se enamoren, -los personajes de Allen jamás son marionetas-: uno de los tópicos recurrentes de su obra es la imposibilidad de que el amor sea algo que pueda imponerse. Lo que Voltan consigue es desinhibirlos y hacer que den rienda suelta a sus verdaderos sentimientos. Al comenzar la película, cada uno de los duelos verbales entre la pareja anticipa que tanta aversión no puede terminar en otra cosa que en amor; para el espectador es evidente que ese “odio a primera vista” esconde el terror mutuo de que el otro encuentre el camino hacia la propia vulnerabilidad. Allen muestra a Fitzgerald y Briggs más vulnerables que nunca cuando están en trance porque utiliza al mismo como metáfora del enamoramiento. La hipótesis del realizador es que es el enamoramiento el que provoca el estado de trance, y no a la inversa, como sugeriría una visión superficial del film. Uno de los compañeros de trabajo de Briggs destaca que “nadie hace hipnotizado algo que no esté de acuerdo con sus deseos más profundos”. Lo que hace el hechizo del amor, parece decir Allen, es conectarnos con nuestros anhelos más profundos, sin rodeos ni distracciones.
En el epílogo de Crímenes y pecados, Allen afirmaba que “Sólo con nuestra capacidad para amar le damos significado a un universo indiferente”. Lo que postula en el film que nos ocupa es consecuente con ello: el hechizo del amor no sólo resignifica al propio mundo, sino que hasta la visión de él se modifica invariablemente.
La maldición del escorpión de jade es un ligero vaudeville sin mayores aspiraciones, pero es justo apuntar que aún el Woody Allen más mediocre es infinitamente superior a la mayoría de los directores de la industria. Como afirmó Julian Marías: “Cuando se anuncia una película de Woody Allen, hay siempre una esperanza de talento”. Y no es que el cineasta haya intentado en esta oportunidad entregar un trabajo profundo y no lo haya conseguido: desde hace algunos años ha confesado que la misión de sus películas es “simplemente entretener” Está menos pretencioso el viejo Woody. Más liviano y leve, pero siempre cautivante (aunque, para qué negarlo, se extrañan sus dramas...). Su próxima película será Hollywood Ending, que obtuvo excelentes críticas y cerrará la trilogía de comedias (con él de protagonista y distribuidas por DreamWorks) que se inició con Ladrones de medio pelo y continuó con La maldición del escorpión de jade. Todas son producto del rescate de “ideas divertidas” que Allen guarda anotadas en centenares de papelitos, desordenadamente, en un cajón/ Pandora.
La maldición... no será una de las obras inolvidables de Allen, pero su cara, sumido en trance hipnótico, vale por sí sola la visión del film. El genial Woody juega con hechizos y encantamientos, pero él es el mago más eficaz: una vez que logró fascinar al espectador, no podrá librarlo jamás de su devoción absoluta.
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1 de noviembre de 2024