La sustancia del cine es la luz. Luz y sombra se debaten por un rectángulo de tela blanca, creando siluetas y formas durante el enfrentamiento. La pelea suele ser pareja y de resultado incierto. Excepto en algunos casos. Excepto cuando al mando está alguien como David Lynch. En ese caso la oscuridad corre con ventaja. En ese caso todo terminará con una definitiva victoria del ejército de las sombras. La pantalla, igual que el universo, es y será un lugar oscuro.
Los filmes del director de Terciopelo azul, Corazón salvaje o Carretera perdida son estilística y temáticamente oscuros (salvo raras avis de su filmografía como la parsimoniosa Una historia sencilla). Este, su opus número nueve, está lejos de ser la excepción.
La historia de una chica que no recuerda su identidad a causa de un accidente automovilístico y de su fortuita amiga que tratará de ayudarla a que recupere la memoria reconstruyendo la historia oculta detrás del choque, parece llevar al filme por los carriles del policial noir clásico hasta que, como en la mayoría de las obras de Lynch, todo da un vuelco radical y ya nada será lo que parece ser. Mulholland Drive se transforma en una literal pesadilla. Todo empieza a estar dominado por la lógica de los sueños.
En el filme hay dos escenas tan importantes como crípticas y angustiantes. Crípticas porque parecen estar fuera del devenir lógico de los sucesos (aunque el paso de los minutos se encargará de integrarlas al sentido total) e importantes porque definen el tópico de Mullholland drive, la clave de lectura. Veamos.
La primera encuentra a dos personajes desconocidos en un restaurante. Uno de ellos cuenta un sueño aterrador que tuvo la noche anterior en el que acontecía la misma situación que estaban viviendo ellos en ese momento, pero que concluía con la aparición de un misterioso vagabundo que le había helado la sangre. La declarada intención de revivir la pesadilla a la mañana siguiente para exorcizar los demonios se verá destrozada cuando aparezca, efectivamente, el deforme hombre.
Aquí Lynch afirma, magistral y concisamente, la reversibilidad entre el sueño y la vigilia. Las dos situaciones se repiten minuciosamente ante los ojos desorbitados del personaje que las sufre. Las lógicas de los mundos no son distintas. Y aquí la justificación narrativa y diegética de muchos pasajes del filme.
En la segunda escena Bettty y Rita ¿despiertan? y salen sin explicación a un bar en los suburbios de Hollywood (eterno terreno de pesadillas technicolor) donde serán testigos de un grotesco vodevil conducido por un presentador poseedor de un ilimitado don de lenguas. Toda la presentación está dirigida a mostrar la esencia del artificio: el presentador aclara que la orquesta que se escucha no existe (“no hay banda” , repite), un trompetista deja de tocar sin que la melodía se interrumpa y una cantante hispana se desmaya durante su lacrimosa performance sin que la voz se desvanezca. Todo es un acto montado por un demiurgo oculto tras el telón. Un capricho de alguien que se posiciona fuera del mundo diegético. Ese ser superior es el que decide que el enigmático cubo azul aparezca repentinamente en la cartera del personaje encarnado por Naomi Watts. Una vez introducida la llave en la cerradura el cosmos se invertirá vertiginosamente. El mundo dominado por el capricho creador de un maestro de ceremonias con el don de la imagen.
Lo terrorífico del mundo de Lynch proviene de la supuesta irracionalidad que domina los sucesos de sus filmes. Una irracionalidad que es propia del mundo onírico. Una lógica que parece ilógica. El espanto de no reconocer el principio rector del mundo. La inquietud permanente de una razón desestabilizada.
Y todo esto dentro de una puesta en escena clásica y en la esfera del cine de género. ¿No será mucho?.
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1 de noviembre de 2024