Se despoja de su jovialidad y comienza a examinar, muy serio, al enfermo. Le toma la temperatura, el pulso, comienza con los golpecitos y la auscultación.
Iván Ilich sabe firmemente, sin la mínima duda, que todo ello es tontería y engaño; pero cuando el doctor, de rodillas, se extiende hacia él poniendo el oído un poco más arriba, un poco más abajo, y verifica sobre él, con el más serio de los semblantes, distintas evoluciones gimnásticas, Iván Ilich se somete al examen, de forma semejante a como, a veces, dejaba hablar a los ahogados, incluso sabiendo perfectamente que no hacían más que mentir y por qué mentían.
El doctor, de rodillas en el diván, aún daba unos golpecitos cuando junto a la puerta se oyó el ruido del vestido de seda de Praskovia Fiódorovna junto con el reproche que dirigía a Piotr por no haberle avisado de la llegada del doctor.
Entra, besa a su marido y enseguida empieza a demostrar que llevaba ya mucho tiempo levantada y sólo por un mal entendido no estaba allí cuando llegó el doctor.
Iván Ilich la mira, la contempla y le reprocha su blancura, su aspecto rollizo, la pulcritud de sus manos y de su cuello, el brillo de sus cabellos, la luz de sus ojos llenos de vida. La odia con todas las fuerzas del alma. Su roce lo hace sufrir, por una afluencia de odio hacia ella. La actitud de Praskovia Fiódorovna hacia su marido y hacia la enfermedad que a éste aquejaba seguía siendo la misma. De la misma manera que el doctor había adquirido, respecto a los enfermos, hábitos de conducta de los que ya no podía desprenderse, ella se había creado una determinada manera de conducirse respecto a su marido y ya no podía cambiarla: él no se comportaba como era debido, él tenía la culpa de lo que le sucedía y ella, cariñosamente, se lo reprochaba.
—Lo que ocurre es que no obedece. No toma la medicina a la hora indicada. Y lo que es más grave, se acuesta de tal forma que se perjudica, no hay duda, lo hace con los pies en alto.
[…]
Cuando terminó el examen, el doctor miró el reloj. Entonces, Praskovia Fiódorovna le contó a Iván llich que por su cuenta y riesgo había decidido llamar a un doctor famoso, quien, junto con Mijail Danílovich (el doctor de cabecera), miraría y trataría el problema.
—Y no te resistas, hazme el favor. Lo hago por mí –añadió ella irónica, dando a entender que lo hacía todo por él y que a él esto no le daba derecho a negarse.
Iván llich se mantuvo callado y frunció el ceño. Sentía que la mentira que lo rodeaba se había embrollado de tal forma que ya resultaba difícil ver claro.
Todo lo que Praskovia Fiódorovna hacía por él lo hacía en realidad para ella, y se l decía como si se tratara de algo nunca oído, que él debiera entender al revés.
Fragmento de La muerte de Ivan Ilich, León Tosltói, (Gradifco, Argentina)
pp. 72-73