La especie Homo sapiens es la única que se puede educar, es la única especie "educable". Las demás especies "aprenden" por imitación, por condicionamiento experimental, por impregnación precoz (imprinting), se "amaestran", pero no pueden, a su vez, convertirse en maestras y enseñar, no se "educan" en el sentido estricto de la palabra. Por ejemplo, todos los esfuerzos para enseñar a hablar con signos gestuales o vocalizaciones al chimpancé o al gorila, con quienes compartimos casi la totalidad de nuestro genoma, han fracasado.
Por otra parte, hay mamíferos que tienen cerebro de mayor tamaño que el nuestro y sin embargo no son educables. Entonces, ¿de dónde proviene ese don de la "educabilidad" que nos ha permitido "dominar la Tierra"? Miles de investigadores en todo el mundo se encuentran abocados a la tarea de resolver este enigma. Es un tema central que debe ser encarado desde los más diversos puntos de vista, en los que la genética, la neurobiología y la antropología cultural desempeñan un papel cada día más relevante. Por su parte, la historia de la educación revela el desarrollo de esta capacidad propia de nuestra especie en las más diversas circunstancias.
Una parte sustancial de esta historia se refiere a la creación e implementación de nuevas tecnologías para conservar y transmitir información. En particular, la capacidad de crear una memoria externa al propio cerebro, en textos impresos y digitales, en registros audiovisuales y multimediales, ha multiplicado en forma exponencial la inteligencia de la especie y su capacidad de aprender y de enseñar, pero nunca tanto como en estas últimas décadas. Sin embargo, el mero aumento de la información disponible no basta: es preciso que se convierta en un instrumento educativo. Para ello, es menester enseñar bien. Es verdad que una parte significativa de nuestra educación se realiza en forma espontánea, casi sin guía explícita, como sucede con la lengua materna. Pero llegados a cierta etapa es imprescindible contar con un maestro para seguir aprendiendo. Dominar una disciplina en las ciencias, por ejemplo, lleva una década al menos. Y no es posible hacerlo sin maestros y tutores. Lo mismo en las artes y en los oficios. Por eso, educar es una obligación y no sólo un derecho. Es una responsabilidad propia de nuestra especie. Carente de educación, el individuo, el grupo y la sociedad se esterilizan y mueren. Santo Tomás de Aquino decía que no había tarea más noble en el mundo que la de educar. Naturalmente, se puede enseñar de muchas maneras, y hay múltiples maneras de aprender, pero la tarea del educador incluye todas ellas, tanto más en estos momentos, en que la globalización aumenta la complejidad del sistema educativo. Es cuestión, por tanto, de aprovechar todos los recursos disponibles para ampliar la base de estas acciones educativas y consolidar sus fundamentos.
Uno de éstos es el propio cerebro humano, el único cerebro educable en el planeta. Apenas estamos explorando su corteza y ya nos maravillan los tesoros que esconde en sus neuronas. A los fines de la investigación científica hablamos de tres cerebros educables en uno: un cerebro que busca lo que es en el mundo real, uno que explora lo que puede ser en el mundo virtual, otro que escoge lo que debe ser en el mundo moral. Podemos considerar que educar consiste en enseñar a vivir en esos tres mundos. El mismo cerebro que nace, crece y muere es, además, sede del conocimiento y de la producción de la verdad, el bien y la belleza. Pero estas tres realidades son trascendentales: no mueren con el individuo, perduran en las manifestaciones más sublimes y profundas de la humanidad. Ellas son el fundamento y el fin de la educación. En estos últimos años hemos podido investigar, en el seno del tejido nervioso, la producción de ciertos conocimientos válidos, de algunas decisiones justas y de muchas expresiones artísticas. Todavía no sabemos cómo se comprende el teorema de Pitágoras, cómo se aprecia un poema de Borges o cómo se toma una decisión ética, pero ya contamos con instrumentos idóneos para observar el cerebro en actividad durante el aprendizaje o la enseñanza. El lenguaje, por ejemplo, es común a la especie humana, pero cada lengua es producto de la cultura local y no puede estar determinada genéticamente. El cerebro simplemente aprovecha recursos generados por la evolución de la especie para procesar tal o cual lengua; "recicla", como dice Stanislas Dehaene, circuitos dedicados a otras funciones y los adapta a las exigencias culturales de cada individuo. Aquí se abre un campo inmenso en la educación del siglo XXI.
El mayor descubrimiento contemporáneo en el campo educativo es que el cerebro es eminentemente plástico y modificable por la experiencia; por eso es educable. Gracias a las nuevas técnicas de imágenes cerebrales podemos conocer con mayor precisión cómo se producen estas transformaciones dentro del cerebro desde los primeros días de vida. Se sabe, por ejemplo, que el bebé reconoce ya el lenguaje materno y lo distingue de otros, y eso se refleja precozmente en su corteza cerebral. También se conocen mejor las etapas neuroevolutivas en la lectura. Uno de los frutos de la plasticidad cerebral es la capacidad de reconocer las letras en cualquier posición en la página, y en las diferentes tipografías. A esta propiedad se denomina "invariancia"; sin ella, la lectura sería imposible. Pero, a veces, este mecanismo universal puede jugar en contra; por ejemplo, la invariancia perceptiva puede provocar la confusión de las letras simétricas "b" y "d", lo que sucede a menudo durante el aprendizaje de la lectoescritura. En este caso, el niño debe "desaprender" esta invariancia automática. Lo mismo sucede en muchos otros casos en que la educación consiste, precisamente, en "desaprender" mecanismos perceptivos espontáneos, tanto como prejuicios e intuiciones de todo orden. Por ejemplo, llevó mucho tiempo superar la concepción de Aristóteles sobre la caída de los cuerpos.
Algún día podremos distinguir un cerebro que razona con los preconceptos aristotélicos de la física de otro que sigue el paradigma newtoniano. Eso ya sucede en el campo del lenguaje: en experimentos controlados podemos saber si alguien lee en inglés o italiano observando simplemente las imágenes funcionales de su cerebro. Los ejemplos se multiplican, y nos llena de esperanza, pues todo cerebro humano es educable, incluso muchos lesionados. Tal vez el caso más admirable es el de aquellos niños con sólo un hemisferio cerebral que se han educado normalmente. La cuestión es conocer la mejor manera de aprovechar la extraordinaria plasticidad del cerebro, garantía de educabilidad para todos.
* El autor, argentino, es doctor en medicina por la UBA y doctor en psicología por la Universidad de París
Links: Antonio M. Bator: www.byd.com.ar; Stanislas Dehaene: www.unicog.org/main/pages.php?page=Stanislas_Dehaene