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La Nación-Domingo 11: Filosofía al servicio de la convivencia

Bueno sería que la decisión de la Unesco no cayera en saco roto. Hace algún tiempo, ese organismo internacional instituyó el tercer jueves de cada noviembre como Día Mundial de la Filosofía. El propósito, al hacerlo, fue convocar a los estados al reconocimiento público de esta disciplina. ¿Disciplina? La Filosofía, antes que una disciplina entre las que mucho abundan, es una actitud del pensamiento. Un modo de relación con la realidad y las ideas. Un posicionamiento interrogativo, crítico y autocrítico de invalorable fecundidad allí donde importe combatir la autosuficiencia, el dogmatismo y la intolerancia. Su ejercicio remite siempre a una pasión y, como bien dijera Merleau-Ponty, al filósofo se lo reconoce "en que tiene inseparablemente el gusto de la evidencia y el sentido de la ambigüedad".

Cualquiera que de veras se interese por el presente advertirá que no es la racionalidad lo que languidece en los días que corren. Sí lo es, en cambio, la capacidad de poner esa racionalidad al servicio de la convivencia. La nuestra es una época en la que el desprecio por la diferencia ya no se enmascara en ideologías. La subestimación del semejante opera como franca repulsión por su cultura.

Pues bien: una de las funciones indispensables de la Universidad, en estos tristes años, debería ser la de inscribir a la formación que permite profesionalizarse, en una visión filosófica que nos ayude a devolverle seriedad y hondura al hecho de vivir y tener que convivir. La época que nos toca enfrenta, huérfana de principios éticos, el desafío de la integración. El pseudopensamiento que en ella prepondera no parece responder a otros estímulos que los de la urgencia y la eficacia. El nuestro es un mundo que no tiene tiempo y el tiempo que él no tiene es el que, con su ausencia, nos vacía de sentido aunque nos colme de actividad.

Si en América latina las democracias reencontradas no logran dejar atrás la inestabilidad y la incertidumbre de los comienzos incesantes, en los Estados Unidos y en Europa occidental ellas muestran las grietas hondas de la desorientación en lo que hace, nada más y nada menos, que al sentido moral del progreso que supieron alcanzar. Donde más requeridas resultan las ideas, mayor es el número de consignas huecas que se agolpan vociferando a las puertas de la percepción. Una subjetividad esquelética, sin aptitudes reflexivas, parece tener hoy el monopolio de la palabra, tanto en la política como en la instrumentación del saber.

La necesidad de actualización incesante, a la que la Universidad se empeña en responder con justificado celo, no llevará a nada cívicamente consistente si se sigue descuidando el abordaje de los problemas que hacen al sentido de la experiencia, las finalidades sociales del conocimiento y el significado de la convivencia. Para revertir esta inclinación, habría que introducir, en el ámbito académico, el debate radical y sostenido de estas cuestiones, a fin de que con ellas gane protagonismo una conciencia menos irresponsable de nuestro tiempo. Lo primordial es formar personas. Los expertos en esto o aquello deben venir después.

Asistimos, claro está, a una revolución tecnológica. Pero si los principios que garantizan el reconocimiento de aquel que no soy como parte de lo que soy no administran su comprensión, se incurre fatalmente en la tecnocracia, en la idolatría de lo tecnológico. El hechizo por lo tecnológico puede parecer novedoso pero no lo es. También el siglo XIX cayó en él. Y hay que admitir que esa fascinación no lo condujo, en órdenes esenciales, a un escenario éticamente superior. Los progresos materiales alcanzados, y aun aquellos que sin duda podremos alcanzar, no deben hacernos olvidar las acechanzas totalitarias que se ciernen sobre las sociedades capaces de producirlos cuando el desvelo por el poder desconoce los controles que impone la fe en la convivencia.

Por Santiago Kovadloff

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