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La Nación-Domingo 17: Opinión: Una sociedad sin aplazados ni escalafón

EL aluvión de aplazos en los exámenes de ingreso a varias facultades de medicina ha reavivado una polémica de larga data sobre el nivel que habría que exigir a nuestros estudiantes universitarios. Hay quienes quieren exigir exámenes de ingreso en todas las carreras de las universidades nacionales. A su izquierda, se ubican los que insisten en el ingreso irrestricto en las universidades nacionales, que irrumpió en el país a partir de la Reforma Universitaria de 1918, de inspiración radical. En el centro, se alojan quienes aceptan el ingreso irrestricto, con la única excepción de las carreras de medicina.

20 de abril de 2005, 12:47.

La posición del "centro" es inconsistente porque viene a decir que sólo hay que ponerse serios en las carreras médicas porque en ellas se juega la vida humana. Ello equivaldría a sostener, por contraste, que no hace falta ser serios en las demás carreras. ¿No necesitamos entonces ingenieros, abogados, arquitectos, economistas, veterinarios e investigadores excelentes? El "centro" viene a admitir que, salvo en la medicina, no importa la mediocridad.

La posición de la izquierda y del propio centro (con la excepción de medicina) en este debate tiene una base "muchachista", populista, porque, al bajar el nivel de las exigencias, parece beneficiar a los estudiantes. Pero ¿los beneficia realmente? Es más fácil para un estudiante que le exijan poco. Pero lo más fácil, ¿es lo mejor? ¿Es lo mejor para él y para la sociedad?

Imaginemos un estudiante que, porque se le exigió poco, resulta después un mediocre profesional. Imaginemos otro estudiante que, porque tuvo que sudar su graduación, resulta después un excelente profesional. ¿Cuál de estas dos alternativas sería mejor para él y para el resto de los argentinos?

¿Cuáles son los profesores que recordamos cuando adultos? ¿A los que nos dejaron hacer lo que quisiéramos o a los que nos exigieron niveles de excelencia? A medida que la vida avanza, por los primeros terminamos por sentir desprecio y, por los segundos, admiración.

Para que no nos doliera el aguijón del aplazo, los primeros nos eximieron del esfuerzo. Pero su benevolencia resultó al fin engañosa porque la que nos aplazaría después ya no sería la cátedra sino la vida. El aplazo, cuando es justo, sirve como una señal de alarma. Es que no se trata de evitar el breve dolor de un aplazo, sino el largo dolor de una vida sin esfuerzo, sin logros, sin valor.

Distribuir la riqueza

El dilema que se plantea en las universidades nacionales es sólo un ejemplo del dilema más amplio que se plantea en la sociedad. En la Argentina actual, con su altísimo porcentaje de pobres, indigentes y desocupados, la riqueza se distribuye en forma escandalosamente desigual. ¿Qué deberíamos hacer para transformarla en una sociedad más justa?

El liberalismo económico aconseja darles rienda suelta a las ganancias de los más competitivos para que ellos, con el sobrante acumulado, reinviertan en el país y hagan crecer la riqueza general. ¿Qué pasaría en tal caso con los menos competitivos, con los "aplazados"? Según el teorema liberal, la riqueza promovida por los más competitivos terminaría por "derramarse" hacia los menos competitivos, generando el bienestar general.

El teorema liberal es correcto, pero demanda algo que los argentinos no tenemos: tiempo. Quizás, en tal caso, pereceríamos en la travesía. La urgencia de la pobreza que nos rodea exige un atajo en busca de una mayor igualdad en el menor tiempo posible. Quien ha formulado otro teorema desde la centroizquierda es el filósofo político John Rawls. Llamémoslo, con él, el principio de la diferencia.

Según este principio, una sociedad es equitativa cuando sólo se acepta que a algunos, los más competitivos, les vaya mejor, si su progreso se traduce también en el progreso aunque sea menor de aquellos a quienes les va peor. Juan, que es más competitivo, pasa de ganar uno a ganar tres. Pedro, que es menos competitivo, pasa de ganar uno a ganar dos. Gana menos que Juan, pero también gana.

Nuestro populismo ha creído encarnar el principio de la diferencia. En su libro póstumo, La justicia como equidad (2001), Rawls demuestra que no es así. El populismo argentino mide la diferencia entre ricos y pobres, en efecto, sólo en relación con sus respectivos ingresos. Cuando se aprueba un Plan de Jefes y Jefas, cuando se da un empleo público a un "ñoqui", se distribuyen ingresos. ¿Se avanza por eso hacia una sociedad más justa?

Rawls cree que no. Lo que él querría distribuir, en efecto, no son los ingresos sino las oportunidades. La diferencia entre los dos conceptos es abismal. Cuando alguien recibe un ingreso sin contrapartida, su rol es puramente pasivo. Cuando a alguien se le ofrece la ventana de una oportunidad que deberá aprovechar si no quiere perderla, se lo invita a un rol activo, a un esfuerzo. Si se equipara la justicia con un mejor reparto de los ingresos, igual que en los exámenes sin aplazos, se invita al beneficiario a la inacción y a la dependencia clientelística de su benefactor. Si se equipara la justicia con un mejor reparto de las oportunidades, se invita al beneficiario a completar con su propio esfuerzo el que realiza, en su favor, la sociedad.

Todos deberían tener el derecho, pues, no de eludir sino de rendir el examen universitario. Todos deberían tener el derecho no de cobrar sino de trabajar. Lo demás debiera quedar en sus propias manos.

Habiendo caído la sociedad argentina en estos índices tan alarmantes de pobreza, en un primer momento habría que seguir distribuyendo ingresos. Pero éste debería ser un primer paso de emergencia en dirección de una sociedad donde impere, al lado de una mayor igualdad de las oportunidades, un mayor esfuerzo para aprovecharlas.

En esto Rawls es fiel a la Declaración de la Independencia norteamericana, que estatuye que cada hombre tiene el derecho de "perseguir la felicidad". No el "derecho a la felicidad" de recibir sin dar, sino el derecho de perseguirla activamente en una sociedad abierta al esfuerzo de cada cual.

Discépolo

Cuando se quejaba en el tango Cambalache de vivir en una sociedad donde "no hay aplazaos ni escalafón", Enrique Santos Discépolo condenó ya en 1934 esta tendencia que hoy se manifiesta plenamente entre los argentinos. No hay aplazados. Tampoco hay escalafón, por ejemplo, en la administración pública, en la medida en que no se ingresa ni asciende por mérito sino por amiguismo.

Al premiar el mérito, ¿era entonces Santos Discépolo un aristócrata? Sí. Ariston quiere decir, en griego, "el mejor". ¿Premia hoy la Argentina a los mejores, a los más esforzados, a los más competitivos, sea en la universidad o en el mundo empresario y laboral? Pero Santos Discépolo, ¿no escribía contra los conservadores en los años treinta? Es que no es lo mismo "oligarquía" que "aristocracia". En la oligarquía no se premia al mejor sino al mejor "ubicado". El populismo, a su vez, desalienta a los mejores y, al regalarles lo que reciben, torna en dependientes a los necesitados.

Desde tiempos de Discépolo, los argentinos hemos perdido el rumbo de la justicia. Premiamos a los acomodados. Desalentamos a los esforzados. Convertimos en pasivos y dependientes a los necesitados. ¿Puede sorprender entonces que no avancemos desde hace décadas en el concierto de las naciones?

*Por Mariano Grondona

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