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La Nación: Domingo 8: Historias de quienes hacen el esfuerzo de volver a aprender

Quieren ayudar a sus hijos en la escuela

09 de agosto de 2004, 11:50.

"Quise aprender cuando vi que no podía leerles a mis hijos ni ayudarlos con la tarea." Coni tiene 25 años y a su hija menor, Antonella, sentada a upa, mientras completa la conjugación del verbo amar en su cuaderno. "Ahora, mi hijo me ayuda a mí y no falto nunca", dice, y baja la voz: "A mi marido no le gustó mucho que viniera".

También Ramona, de 42 años, decidió volver a la escuela, que había dejado en cuarto grado, por su hijo de 8 años. "Hace rato que quería volver. No podía ayudar al nene y me sentía mal", cuenta.

Esta concentración de entusiasmo se repite de lunes a jueves, por la tarde, en el espacio que armó Mónica Benavídez, uno de los cinco docentes a cargo, en el garaje de su propia casa de la localidad de Del Viso, que alternan con la cercana Escuela N° 39. Para todos, el primer contacto con la posibilidad de aprender a leer y escribir apareció en esa escuela, a la que llevan a sus hijos.

El grupo forma parte del Programa Nacional de Alfabetización Nunca es Tarde, que desde 1996 lleva adelante la Federación Universitaria Argentina (FUA) y que hoy tiene 92 centros similares en 10 provincias. El programa ya formó más de 5000 alfabetizadores, 600 de los cuales participan hoy como voluntarios. Los beneficios llegaron a unos 20.000 niños, jóvenes y adultos.

A Norma, de 56 años y sonrisa permanente, la llevó su propio interés por terminar el colegio, al que había asistido hasta cuarto grado. "No sabía dónde ir. Tengo los chicos grandes y quería terminar el colegio. Estoy muy feliz. Nos ayudamos mucho; me tienen paciencia porque soy la más grande y cuando no sabés no te ponen un cero, sino que te explican", dice, y pasa el mate, un ritual con galletitas que comparten alumnos y maestros.

A su lado, Rosana -"es mi amiga y yo la arrastré para que viniera", aclara Norma- se apura a terminar la tarea, mientras Tamara, la más joven, de 22, vigila a su hijo Federico, de 4 años, y copia en el cuaderno una poesía de Pablo Neruda que la fascinó y en la que, en breve, el grupo se dedicará a reconocer metáforas. "Ahora quiero hacer el secundario y estudiar psicología social", cuenta.

Con el mismo entusiasmo, Alberto, de 29 años -oficial albañil, jardinero, pintor y "lo que aparezca para hacer"- enuncia su meta final: "Quiero leer y escribir. Antes salía a la calle y veía letras sueltas. Ahora puedo salir tranquilo".

Sobre la mesa hay libros de texto, revistas, cartucheras y cuadernos. Cuentan los docentes que trabajan con material y ejemplos de la vida cotidiana, que aportan ellos mismos, y que, además del análisis sintáctico, la ortografía, las operaciones matemáticas y la conjugación de verbos, dedican tiempo a conversar sobre los derechos que todos tenemos.

En la clase hay bullicio, chicos que demandan atención a sus mamás -y que ellas logran proveer sin abandonar la tarea-, ritmos diferentes para aprender, y un orgullo visible y compartido: por nada aceptaron tomarse vacaciones de invierno.

"Cuando llegó, Alberto decía que no iba a poder aprender. Y ahora ya lee", dice Mónica, y él asiente, disimulando apenas la emoción.

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