Ilustremos esta opinión con algunos ejemplos recientes. La Universidad de Buenos Aires está por elegir a sus nuevas autoridades. Según la legislación vigente, corresponde que se reúna la asamblea general de la institución, en la que están representados los diferentes claustros, y cumpla con el deber de designar a un nuevo rector. Pero la "ley de la calle" ha dispuesto otra cosa. Con sus métodos habituales -el tumulto callejero, la prepotencia, la ocupación violenta de los espacios públicos-, los consabidos grupos de protesta han decidido que algunos de los candidatos a ocupar la rectoría no son de su agrado. Por lo tanto, la Asamblea General Universitaria no podrá reunirse hasta tanto los representantes de la "ley de la calle" tengan plenas garantías de que sus exigencias serán acatadas.
Vayamos a otro ejemplo. Existe un conflicto entre la Argentina y el Uruguay porque están a punto de construirse dos fábricas de papel que podrían contaminar las aguas del río Uruguay. Las autoridades de los países tratan de definir los mecanismos que habría que adoptar para que el equilibrio ambiental y la calidad de vida no resultaran dañados. En cierto momento se acordó que el delicado problema fuera analizado en una reunión entre los presidentes de las dos repúblicas.
Pero también aquí la "ley de la calle" dispuso otra cosa. Con sus métodos habituales -el corte de rutas, el bloqueo de puentes, la movilización de piquetes que se atribuyen la capacidad de decidir quién tiene derecho a cruzar el río y quién no-, los grupos que invocan la representación del sector ambientalista de la provincia de Entre Ríos reanudaron su protesta y contribuyeron a que las negociaciones volviesen a foja cero.
En el ámbito del Poder Judicial, las cosas no han sido menos inquietantes. En el país se registraron, en fechas recientes o lejanas, hechos dolorosos que exigían imperiosamente la intervención de la Justicia: crímenes nunca esclarecidos, catástrofes que acaso podrían haber sido impedidas, incendios que han cobrado vidas humanas. Correspondía que el Poder Judicial, a través de sus órganos competentes, adoptase en cada caso las decisiones adecuadas y ordenase los procedimientos correspondientes.
Pero no siempre fue así. Con sus métodos habituales -la movilización callejera con participación de los parientes de las víctimas, la presión emocional con amplia exhibición televisiva, la violencia intimidatoria- la "ley de la calle" pretendió muchas veces que el Poder Judicial se convirtiese en un instrumento de la ira popular y reclamó que los jueces tomaran en cuenta las exigencias de la multitud, en abierta contradicción con algunos de los principios más elementales del Estado de Derecho.
Lamentablemente, podríamos mencionar muchos otros ejemplos demostrativos de que, en la Argentina, las instituciones de la República están siendo sustituidas por la "ley de la calle". No olvidemos el caso que protagonizó Luis D´Elía cuando encabezó la toma de una comisaría y, lejos de ser juzgado por ese acto criminal, fue premiado por el Gobierno con una designación en un cargo público. No olvidemos tampoco las manifestaciones extorsivas realizadas por Hugo Moyano y otros conocidos sindicalistas, todos ellos recompensados luego por el oficialismo con gestos de apoyo y hasta casi de complicidad.
Ahora bien, ¿quién dicta la "ley de la calle"? La dictan -en todos los casos- sectores inocultablemente minoritarios, que se autoadjudican públicamente el derecho a representar al conjunto de la sociedad. Una minoría de alborotadores, sin otro título que su capacidad para alterar el orden público, con el apoyo expreso o tácito de las autoridades, se otorga a sí misma el derecho de derogar la lógica de la democracia y de modificar a su arbitrio las leyes y los procedimientos institucionales. Una minoría de agitadores pretende que el país entero se subordine a sus autocráticos designios. Y -asombrosamente- en muchos casos lo consigue.
Es hora de que los argentinos comprendamos que una sociedad no puede ser gobernada por la "ley de la calle". Es hora de que restablezcamos el pleno imperio del orden público y de la ley. Es hora de que tomemos conciencia de que una minoría ruidosa no puede sustituir a los órganos de la democracia representativa. Es hora de que recordemos que el mundo civilizado empleó muchos siglos de esfuerzo y de perfeccionamiento científico y moral para dejar atrás los métodos judiciales primitivos de la época medieval, basados en la venganza tumultuosa y en el protagonismo desbordado de las hordas populares, y para sustituirlos por el procedimiento racional y científico que determinan los ordenamientos jurídicos del mundo moderno. Es hora de que sepamos que una cosa es el legítimo derecho a la libre manifestación de las ideas y de las opiniones, que se les debe reconocer a todos los sectores, y otra muy distinta es que grupos minoritarios revoltosos se adueñen de los espacios públicos y pretendan imponer sus designios al conjunto de la sociedad, con prepotencia y con manifiesta ilegitimidad.
Es necesario que el Estado vuelva a concentrar en sus manos el pleno imperio de la fuerza pública, con absoluto respeto por el juego armonioso de las instituciones democráticas y de los procedimientos institucionales y legales. Es necesario que la "ley de la calle" sea sustituida por la ley de la razón y por el legítimo poder que emana de la Constitución y del Estado de Derecho.
La República pagó un alto precio, en el pasado, por apartarse de los procedimientos legales y por permitir que la fuerza y la prepotencia se erigieran en ley. Los argentinos no debemos incurrir nunca más en ese error.
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28 de noviembre de 2024