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La Nación: Editorial I: El imperio del desorden público

Cuando un grupo de personas bloquea una ruta que conduce a un país vecino e impide, así, la libre circulación; cuando vecinos de esa ciudad desalojan por la fuerza a esos piqueteros o cuando una porción minúscula de estudiantes copa un establecimiento educativo para frustrar la elección del rector de la Universidad de Buenos Aires por el hecho de que el candidato que contaría con mayores probabilidades, simplemente, no resulta de su agrado, nadie puede afirmar que vivimos en un país serio.

20 de abril de 2006, 13:01.

Cuando a diario se suceden en las principales ciudades del país cortes de calles, piquetes, escraches contra ciudadanos y otros actos de violencia ante la pasividad o -en ocasiones- la mirada cómplice de las autoridades, asistimos a un fenómeno grave.

 

Cuando todos esos episodios se repiten casi sin solución de continuidad, a tal punto que la sociedad termina conviviendo con ellos casi con naturalidad, los malos hábitos se transforman inevitablemente en una cultura cuyas consecuencias futuras pueden resultar trágicamente imprevisibles.

 

Anteayer, un grupo de vecinos de la ciudad entrerriana de Colón, cuyos comercios se veían seriamente afectados por el corte de la ruta internacional 135, que conduce a Uruguay, decidió tomar el toro por las astas y hacer justicia por mano propia. Desalojó por la fuerza la ruta bloqueada por dirigentes ambientalistas que se oponen a la construcción de las plantas uruguayas de pasta celulósica y quemó vallados. Afortunadamente, no hubo que lamentar víctimas. Pero algo más grave pudo haber sucedido.

 

El mismo día, activistas del Partido Obrero y del Movimiento Socialista de los Trabajadores volvieron a impedir que se reuniera la asamblea de la Universidad de Buenos Aires que debe elegir al nuevo rector. Esgrimen que el actual decano de la Facultad de Derecho y postulante al rectorado carece de la idoneidad moral requerida, dado que, al instaurarse el gobierno militar de 1976, continuó desempeñándose un año como juez de la Cámara de Apelaciones en lo Comercial, al tiempo que en 1981 ocupó un cargo municipal. Los impugnadores se arrogan así la facultad de impedir la realización de un acto democrático sólo porque tienen diferencias con un candidato. Exhiben de esa manera una concepción tan autoritaria como la de quienes tomaron el poder en 1976.

 

La metodología iniciada por los grupos piqueteros hace mucho tiempo dejó de ser patrimonio de estos sectores. Hoy cualquier gremio la emplea en demanda de simples mejoras salariales que pueden perfectamente resolverse en una mesa de negociación. También algunos grupos estudiantiles o ciudadanos comunes, como aquellos que protestan contra las plantas papeleras de Uruguay, recurren a esas acciones ilegales. Y desde el Estado, los funcionarios parecen en muchos casos guiarse por el equivocado criterio de que existen piqueteros buenos y piqueteros malos.

 

Como señalamos en nuestro editorial del 9 del actual, es hora de que los argentinos -y, en particular, las autoridades- comprendamos que una sociedad no puede ser gobernada por la llamada "ley de la calle". Ni una minoría de agitadores puede reemplazar a los órganos de la democracia representativa o anular los procedimientos democráticos, ni se puede actuar con temor de aplicar la ley, pensando que la represión legal y la garantía del orden público pueden ser sinónimos de autoritarismo.

 

Cuando desaparecen las garantías de orden público porque el Estado no cumple uno de sus roles más importantes, cuando se consiente un corte de rutas o se premia a quien copa una comisaría con un cargo público, las distorsiones llegan a un extremo que deriva, tarde o temprano, en la anomia. Y de allí a la justicia por mano propia, como se ha visto recientemente en Colón, media sólo un paso.

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