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La Nación: Internet en las aulas

Según se informó recientemente, la Argentina será uno de los siete países en los cuales se comenzará a aplicar el programa internacional que pretende ofrecer una computadora a cada estudiante de colegio.

Esta iniciativa del gurú de MIT, Nicholas Negroponte, fue anunciada en su oportunidad por el ministro de Educación, Daniel Filmus, que sorprendió con la noticia de que se distribuirán un millón de computadoras en todo el país, que podrán conectarse a Internet en forma inalámbrica. Así se abrirá en nuestro medio una posibilidad nunca antes soñada, que despierta inevitables expectativas y regocijo.
 
Sin embargo, la experiencia del uso de Internet en las aulas merece ser cuidadosamente sopesada, y esto vale tanto para los colegios como para las universidades (algunas de las cuales ya cuentan con este recurso). Valga una anécdota para disparar la reflexión.
 
Hace unos meses leí una revista editada por la Asociación de Facultades de Derecho estadounidenses, en cuya nota de tapa se hablaba del uso de Internet en las aulas. El artículo exaltaba la tendencia general de que todas las facultades de Derecho dispusieran de conexión inalámbrica en las clases: una auténtica maravilla -decía- que permite a los estudiantes, por ejemplo, buscar el caso sobre el cual el profesor está hablando y encontrarlo en el acto; "bajar" una ley a la que se acaba de hacer referencia; downloadear (¡cómo inventamos palabras!) una estadística que viene a cuento; y un largo etcétera. Para el año... no recuerdo cuál, casi todas las facultades de Derecho estadounidenses dispondrán de esta facilidad. Ya en la actualidad, cuentan con ella un gran número.
 
Así lo pude comprobar en una visita a una universidad de primera línea, en la que asistí a una clase de primer año, invitado por el profesor. Me senté en el fondo. La enorme mayoría de los estudiantes tenía su laptop sobre el escritorio. Mientras el profesor -un buen profesor, diría yo- daba su clase -una clase interesante, me pareció-, los estudiantes que estaban sentados delante de mí efectivamente usaban de la herramienta Internet, pero no exactamente con las finalidades exaltadas en la publicación que había leído hacía un tiempo. Uno miraba los resultados de la NBA, otro "chateaba", otra chequeaba (créase o no, esta palabra existe en castellano) su correo electrónico, otro más allá jugaba al solitario, otra leía The New York Times. También, es verdad, había quienes simplemente tomaban apuntes o, efectivamente, buscaban en la Red materiales relacionados con lo que decía el profesor.
 
¿Cómo encarar esto, que es a la vez una oportunidad y un problema? Uno podría pensar que lo que vi en la universidad que no he mencionado -y que, me parece, se repite, con sus más y sus menos, en todas partes donde hay wireless irrestricto- no es un problema de Internet en sí misma. Ya antes los estudiantes, tanto colegiales como universitarios, "navegaban" de formas más primitivas: combate naval, tatetí, avioncitos, dibujitos en el margen... Sin embargo, la fuerza y la potencialidad de Internet no tienen comparación con nada de lo que la precedió. Ahí, tan sólo a la distancia de un dedo, se abre un universo casi infinito de distracciones y posibilidades. Frente a esto, hasta el mejor profesor puede trastabillar; hasta el mejor estudiante puede apretar la tecla.
 
El problema, que viene de la mano de esta gran oportunidad, está ahí. Es la hora de estudiarlo bien y adoptar soluciones equilibradas. Es probable que, al principio, una dificultad importante sea la falta de programas que sirvan a las necesidades de la escuela y de la universidad. Suele suceder que los programas disponibles no aprovechan a fondo lo que tiene de más valioso la computadora, que es su interactividad.
 
En todo caso, enhorabuena a Internet en nuestros pagos, pero sin que la luz que provoca su desembarco nos encandile evitando ver que el fenómeno arrastra cuestiones espinosas que deben ser debidamente tenidas en cuenta.
Por Santiago Legarre, Para LA NACIÓN. El autor es doctor en Derecho de la UBA. 

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