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La Nación: La universidad eficiente

Por Sergio Emiliozzi y Martín Unzué Para LA NACION

09 de marzo de 2005, 11:23.

Es habitual que a comienzos del ciclo lectivo, temas como los vinculados con el ingreso y el egreso de las universidades nacionales vuelvan al centro del debate educativo. Los fracasos masivos que vemos entre los aspirantes por ingresar a las altas casas de estudio no pueden dejar de alertarnos sobre la distancia creciente entre educación media y universidad. Por otra parte, los datos referidos a la baja relación entre estudiantes y graduados han llevado a sostener que el grado de \"eficiencia\" del sistema universitario es bajo.

Con frecuencia nos encontramos con diagnósticos en los que se sostiene que el problema de nuestra Universidad es la masividad (y su causa, la gratuidad), lo que lleva a afirmar que el acceso a la educación superior debe limitarse a quienes poseen el mérito suficiente. Así, se sostiene que a la Universidad deben ingresar sólo quienes estén preparados y posean una adecuada vocación, evitando así que los que no la tienen estorben la enseñanza. Pero, ¿cómo determinar quién tiene el mérito suficiente cuando los alumnos han atravesado por contextos de vida profundamente heterogéneos y por sistemas de educación básica altamente diferenciados? ¿Va a tener igual rendimiento un alumno egresado de un secundario del centro de la ciudad de Buenos Aires que aquel que lo hace de una institución de una zona carenciada del interior del país? El mérito o las capacidades, en sociedades desiguales como la nuestra, tiene un fuerte condicionante social. Frente a esta realidad, la Universidad no puede desentenderse del problema. Un breve e intenso curso de ingreso o un examen exigente no harían más que realimentar esa desigualdad de oportunidades.

Para debatir en torno de la educación superior es importante ser precisos y estar dotados de información adecuada. No tenerla puede conducir a realizar análisis incompletos y, en consecuencia, a trazar políticas erróneas para el sector.

Es tarea de la Universidad -al menos hasta que no se realicen reformas en el conjunto del sistema educativo- proveer puentes vinculantes entre la educación básica y la superior que tengan como objetivo minimizar el fracaso inicial de quienes se dispongan a seguir estudios superiores. En este sentido, el Ciclo Básico Común de la UBA viene cumpliendo una exitosa labor. La concepción de un ciclo anual busca incrementar la posibilidad para los estudiantes de salvar el traumático ingreso en la Universidad, permitiendo que aquellos alumnos con capacidades latentes puedan desarrollarlas, fortaleciendo su persistencia en el estudio en lugar de disuadirlos ante los primeros fracasos. Por ello, el CBC es cada vez más necesario a medida que se amplia la brecha entre la escuela y la Universidad; incluso si en él la deserción es elevada.

Pero la Universidad no sólo tiene que proveernos de profesionales idóneos, así como de conocimientos científicos y tecnológicos. Tiene también que aportar criterios y valores que contribuyan a reconstruir los vínculos entre ciudadanos. Meses atrás, en la revista de este diario, el rector de la UBA, Jaim Etcheverry, sostenía que el papel esencial de la educación era brindar una formación general amplia que incorpore conocimientos muy variados, necesarios para formular juicios de valor sobre la realidad, comprenderla y modificarla. Y eso debe ser realizado desde las primeras asignaturas de las carreras. ¿Cómo entender que profesionales universitarios puedan ser competentes si no están preparados para entender el sentido de los cambios actuales y poder imprimirles un nuevo rumbo?

Esto nos coloca ante un segundo problema, que debe ser analizado conjuntamente con el anterior: el del egreso. No es acertado sostener que la eficiencia de la Universidad se mide por la \"efectividad\" en la producción de graduados. La educación es un proceso de incorporación de conocimientos a largo del cual la Universidad produce recursos humanos calificados y ciudadanos, aún si éstos no llegan a graduarse. Aquel que ha pasado por las aulas universitarias, sea un año o hasta diplomarse, inevitablemente debe haber adquirido saberes enriquecedores y experiencias que son negados por los análisis que buscan cuantificar la productividad a partir de los títulos emitidos. Sin duda, sería mejor que todos los que ingresan en la Universidad terminaran sus estudios. Pero si esto no sucede porque el mantenimiento de la calidad académica obliga a la exigencia, y los problemas en el ingreso como las tasas de deserción son indicadores de que esta exigencia existe, entonces resta a la Universidad impartir los conocimientos necesarios que contribuyan a mejorar nuestra sociedad.

*Los autores son profesor e investigadores de la UBA.

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