Ahora, la noticia de que se abre en la Argentina el Observatorio de Violencia Escolar -a imagen y semejanza del que funciona exitosamente en San Pablo desde hace cinco años- permite recuperar la fe en que todavía es mucho lo que puede hacerse en nuestro país sobre un tema tan preocupante y de consecuencias tan dolorosas para toda la comunidad.
Este segundo observatorio latinoamericano de seguimiento de la violencia escolar, que fue inaugurado el jueves último, es resultado de un convenio firmado entre el Ministerio de Educación de la Nación, la Unesco-Brasil y la Universidad de San Martín. Además de la experiencia brasileña, hay otro modelo por seguir: el laboratorio de la Comunidad Europea, donde especialistas en violencia escolar estudian los hechos y buscan soluciones para que no se repitan.
En el caso del observatorio argentino, un equipo de especialistas en ciencias sociales indagará y recopilará todos los trabajos y experiencias que haya en el país sobre agresiones en las escuelas, además de trabajar para crear un programa de capacitación docente, ya que nuestros maestros no están adecuadamente preparados para actuar en casos de violencia escolar y mucho menos en situaciones límite, como la de Carmen de Patagones.
Es cierto que, como lo ha repetido en varias entrevistas el ministro de Educación, Daniel Filmus, la función primordial de la escuela debe ser educar y formar a los ciudadanos inculcándoles el respeto a la vida. Pero así como desde hace unos cuantos años la escuela argentina se ha transformado también en un \"comedor\" donde los niños más desprotegidos acuden a saciar su hambre, ahora también en este ámbito se debe trabajar diariamente en contra de la violencia. Y es justo reconocer que si la sociedad argentina ha cambiado enormemente, también lo han hecho las relaciones dentro y fuera de la escuela, y entre sus protagonistas principales, es decir, los alumnos y los maestros y profesores, y los padres. Hoy en las escuelas argentinas se ha vuelto frecuente asistir a situaciones de conflicto o violencia protagonizadas por los chicos y por los adultos a cargo de ellos: si un niño no escucha a su maestro, o viceversa, entonces no habrá oportunidad de dialogar de forma adecuada para que los problemas existentes puedan ser analizados y solucionados. De la misma manera, no es extraño que la crónica diaria recoja hechos de violencia donde son los padres los que van a reclamar a los maestros por alguna medida disciplinaria tomada, en la mayoría de los casos, correctamente.
No se trata de un camino fácil, evidentemente, pero la experiencia mundial indica que lo primero es aceptar la realidad que se vive, por más cruda que ésta sea. En segundo lugar, es necesario contar con estadísticas; con respecto a este tema, uno de los proyectos concretos de la nueva institución es recabar información sobre cómo, cuándo y dónde se manifiesta la violencia en las escuelas argentinas, y crear un centro de documentación para la evaluación y elaboración de programas y de políticas públicas de prevención, y la producción de material informativo sobre las acciones preventivas. Sólo cuando se cuente con datos de todo el país se podrá hacer un verdadero diagnóstico de la situación, cuantitativo y cualitativo, en el orden nacional, y podrán ser evaluadas a conciencia todas las medidas -actuales y futuras- que las autoridades, con el apoyo de las instituciones y de los propios padres, hayan tomado o vayan a tomar de ahora en adelante.
Como bien lo explicitó Filmus, éste no es un tema coyuntural y la investigación y la solución no se logran en un solo día. Pero bien sabemos que de su resolución depende que la escuela siga siendo el lugar indicado para restablecer la integración y la solidaridad entre las distintas partes de la comunidad argentina.