Ahora bien: ni los mayores recursos que se requieren ni la magnitud de los problemas por resolver se pueden encarar con una perspectiva de corto plazo. Aun cuando es urgente enfrentar esos males cuanto antes, se requiere, tanto del lado de las universidades como del propio Estado, una mirada estratégica y una política de largo alcance. Incrementos ocasionales, erráticos, para seguir con todo como está, serían meros paliativos.
Si nos ubicáramos en el punto de vista de lo que quieren las universidades estatales, los argumentos para demandar más recursos sobrarían. Aunque la participación del gasto universitario en el PBI no es tan baja y aunque creció durante buena parte de la década del 90, todavía, con poco más del 0,5%, ocupamos un lugar que está por debajo de los países medianamente desarrollados: menos de la mitad de lo que, en promedio, destinan a las universidades los países de la OCDE y apenas una cuarta parte del que tienen los países más avanzados. Por eso las comparaciones, sobre todo desde la pesificación, nos dejan muy mal parados.
Pero no sólo hay argumentos desde el punto de vista sectorial. También desde la perspectiva de conjunto hay razones sólidas para fortalecer el sostenimiento público de las universidades. El análisis de las tasas de retorno, que hasta no hace mucho mostraba que la inversión en educación es más rentable en los niveles básicos que en el superior, ya no arriba a las mismas conclusiones. La incorporación de conocimientos en los procesos productivos, por otra parte, se ha convertido en una condición para agregar valor a nuestros productos y servicios y hacerlos más competitivos, para poder así insertarse en el mundo, generando empleo y mayores ingresos para la población.
Si éstos parecen –y, sin duda, lo son– argumentos demasiado “economicistas”, están también a la vista razones de otro orden, menos mensurables, pero no por ello menos importantes, que tienen que ver con el interés general de la sociedad, ya que la educación superior genera una serie de consecuencias positivas que hoy nadie en su sano juicio estaría dispuesto a cuestionar. Aunque pueda discutirse si la educación superior es, en rigor, un bien público en sentido estricto, tiene, sin duda, mucho de eso y, por lo tanto, es responsabilidad indelegable del Estado contribuir a su sostenimiento y desarrollo. La experiencia comparada deja ver que todos los países que han logrado una expansión importante de la educación superior y un amplio desarrollo de sus universidades lo han hecho con un fuerte apoyo del tesoro público, aunque no sea ésta la única fuente de recursos a la cual la mayoría de los países recurre.
Sin embargo, en un país en crisis que ha llegado a tener tan altos niveles de exclusión social, el peso de los argumentos se relativiza, por lo menos en lo inmediato, porque hay un auténtico problema de prioridades en la asignación de los escasos recursos públicos. O, en todo caso, la consideración de esos argumentos debe ir de la mano de la consideración de ciertas condiciones para que los mayores recursos que se reclaman se justifiquen y tengan legitimidad social.
Esas condiciones tienen que ver con la forma de encarar y resolver algunos de los problemas estructurales que las universidades vienen arrastrando desde hace tiempos. Lo que aquí sostengo es que, dados esos problemas, el prolongado deterioro académico y los desequilibrios de poder que se han ido acumulando durante décadas en la trama de la educación superior, así como los profundos cambios que ha experimentado la sociedad y la economía en estos años, invertir más en educación superior no cambiará mucho las cosas, a menos que esa mayor inversión vaya acompañada por políticas y acciones efectivas destinadas a cambiar algunas reglas de juego y a mejorar las condiciones en que esa actividad se desenvuelve.
¿Se está haciendo lo necesario para mejorar, efectivamente, la calidad de la enseñanza y de los servicios que se prestan? La evaluación externa es correcta. Se está haciendo y puede ayudar, pero de poco servirá si no va acompañada por un esfuerzo serio de las propias universidades para hacer nuevamente de la “búsqueda de la excelencia” el núcleo central del ethos académico y el principio rector de la autorregulación de los propios universitarios.
Atender la crítica situación de los profesores exige un enorme y sostenido esfuerzo en materia de remuneraciones e incentivos apropiados. Para llegar a esos niveles, harán falta muchos años de políticas de Estado consistentes y éstas deberán coincidir con una transformación del régimen de trabajo y de aspectos importantes de la organización académica de las universidades. Estos temas son inabordables en la coyuntura, pero se los debe plantear, si se quiere encarar la realidad con una perspectiva de largo plazo.
La calidad tiene también que ver con la preparación de los alumnos para seguir estudios de nivel superior. Como es obvio, en parte esto viene determinado por el nivel de la escuela media, por lo cual no tiene sentido pretender una mayor inversión en educación superior a costa de los otros niveles, pero en parte es también la consecuencia de la carencia de adecuadas políticas de articulación y, en muchos casos, de esfuerzos pedagógicos insuficientes en el seno de las instituciones universitarias. Son las propias universidades las que deben desarrollar modalidades apropiadas de articulación y selección para lograr como resultado un mejor aprovechamiento de la enseñanza que ofrecen. Y no se trata, en una época en que decimos que una buena educación superior ampliamente extendida es uno de los ejes básicos del desarrollo de la sociedad, de excluir y limitar. De lo que se trata, en cambio, es de encontrar formas de compatibilizar políticas de inclusión, que hacen falta por la creciente demanda de este nivel de educación, y políticas de selección, que son una exigencia en cualquier esfuerzo serio de mejoramiento de la calidad.
Tampoco resulta fácil entre nosotros abordar esta problemática, porque nos resistimos a enfrentar con madurez una cuestión que aquí está fuertemente impregnada de consideraciones ideológicas y dogmatismos de variado cuño, pero hacerlo resulta inexcusable para una política que parta de una visión estratégica de la universidad y apunte a enfrentar sus problemas reales.
O, para referirme a otra de las condiciones que no deberían estar desvinculadas del reclamo de mayores recursos: ¿estamos haciendo lo necesario, como universitarios, para repensar el sistema de gobierno y gestión de las universidades? A ojos de muchos, los mecanismos de toma de decisiones de las universidades están requiriendo una revisión de fondo. Compatibilizar el estilo de gobierno colegial con una mayor efectividad y transparencia en la acción no es una tarea simple, porque no hay, para lograrlo, caminos fáciles. Pero es una cuestión que exige también urgente atención.
Y hay, por cierto, varias condiciones más, que el espacio limitado no permite siquiera anotar. Las universidades, en suma, necesitan más recursos, no sólo públicos, pero hay unas condiciones por cubrir para que se justifiquen. La prioridad que como país seamos capaces de asignar a las universidades ha de ir acompañada, para que goce de la necesaria legitimidad frente a otras prioridades sociales, por una serie de transformaciones importantes para respetar reglas de juego del sistema. Hay que cambiar muchos de los objetivos, de los modos de hacer las cosas y de los comportamientos individuales e institucionales.
Todas ellas son condiciones de legitimidad que se deben tener en cuenta para que los pedidos de más fondos, justificados, resulten también políticamente viables. El autor es vicerrector de la Universidad Blas Pascal.