Para muchos gobernantes, el dinero bien aplicado es el del pago de las deudas externa e interna o de la construcción de grandes obras como puentes, viaductos y carreteras. Esa lógica del atraso, sin embargo, se debilita frente a evidencias que indican lo contrario.
Un estudio realizado por José Márcio Camargo, a pedido de la Unesco, mostró una relación positiva entre los años de escolaridad y la tasa de crecimiento del producto. Pondera que las inversiones en capital humano, además de tener una tasa de retorno privada elevada (entre el 5 y el 15% para cada año adicional de escolaridad), hay también una tasa de retorno social elevada, que puede alcanzar de tres a cuatro veces las tasas de retorno privadas.
Si la tasa de retorno social es más elevada, la inversión pública en educación no sólo está justificada, sino también se eleva a la condición de inversión prioritaria, frente a la situación social y educacional del país. Pero si por un lado los estudios muestran el retorno de la educación para las personas y para la sociedad, por otro no será con cualquier educación con la que será posible alcanzar esos resultados. Que nadie se ilusione, el camino no es fácil.
Está probado que la gestión gubernamental tiene un impacto directo sobre las relaciones entre los gastos y los indicadores sociales. Países con una gestión deficiente, debida, generalmente, a instituciones frágiles y a desvíos contumaces, tienden a registrar tasas anuales de crecimiento un 1,6% menores que las de otros países. Lo que importa, por tanto, es quién aplica las políticas y cómo las aplica.
En ese sentido, Eric Hanushek, economista, particularmente duro con el despilfarro, elaboró la hipótesis de un país que, en 2005, creara un programa exitoso de mejoramiento escolar. El modelo contempla que la reforma lleva tiempo y que los niños necesitan crecer hasta alcanzar una edad adecuada para incorporarse al mercado laboral, pero los efectos llegan. Una reforma que alcanza las metas en diez, veinte o treinta años, acumula resultados. Con un modesto pero significativo aumento de los conocimientos, en 2040 el PBI sería casi un 4% mayor que si no hubiera habido cambios en la educación básica. Si las reformas tienen resultados en un plazo menor, los aumentos del PBI son mayores.
Ese aumento del crecimiento es suficiente para pagar, a lo largo de veinte años, todo el dinero empleado en la educación. En otros términos, la educación devuelve con “intereses” lo que se destinó a ella de manera celosa y competente.
Queda claro que no es sólo cortar la cinta de inauguración. Un gobierno puede enorgullecerse de construir tantas salas de clases por año, tantas universidades en dos años, de diplomar tantos profesores en tres años, pero ¿cuál es el impacto sobre la calidad?, ¿cuál es la eficiencia de los gastos? Esto indica que la educación no es un problema de los gobiernos, sino del Estado, con horizontes claros por alcanzar, con planeamiento y una visión a largo plazo.
Veamos los países emergentes conocidos por la sigla BRIC (Brasil, Rusia, India y China): los analistas afirman que Brasil es el “país ballena” (de enorme extensión) que más promete. Su población es importante, pero no tiene las gigantescas masas asiáticas. El PBI por habitante es alto; la economía, bien diversificada, con sectores de alta tecnología –sobre todo de la información– y la apertura económica es prudente. Pero el lema brasileño “exportar es bueno, importar es malo” subestima la necesidad de la integración rápida a las redes globalizadas para producir mercaderías y prestar servicios de mayor valor, alcanzando el desarrollo sostenible y equitativo. El mayor freno apuntado es la falta de políticas eficientes para la educación, la ciencia y la tecnología integradas, sin compartimentarse. Como consecuencia de ello, faltan condiciones para la interdependencia con el exterior. Paradójicamente, el miedo a la dependencia externa crea más dependencia, y así se aleja el desarrollo y la reducción de la pobreza.
Por tanto, la educación no es jamás derroche de dinero. Al ser la abolición de la ignorancia da frutos, pero éstos no se verán en la zafra del próximo otoño, sino a lo largo de mucho tiempo, abriendo los caminos para que los países salgan de la pobreza y de la periferia.
Un buen ejemplo, que debería ser seguido por otros países de América latina, se dio en la Argentina con la decisión política tomada por el presidente Néstor Kirchner y por el ministro de Educación, Daniel Filmus, de elevar las inversiones en educación del 4% al 6% del PBI argentino. Tal visión estadística demuestra que la educación es una prioridad y un camino imprescindible para romper el círculo que perpetúa el atraso.
Por Jorge Werthein, para La Nación
El autor es doctor en Educación por la Universidad de Stanford (EUA) y representante en Brasil de la Unesco (Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura)