Siempre se admitió que las universidades forman profesionales, investigadores, docentes, pero no hay que olvidar que las casas de altos estudios están inmersas en un país que tiene problemas sociales, políticos y económicos, entre otros.
\"La universidad no debe ser una isla\", se dice con frecuencia. Pero me parece que, más allá de que una huelga de sus alumnos pueda hacer renunciar a un ministro de Economía (Ricardo López Murphy) o de que se haga eco de problemas públicos, es una institución pedagógica y, por lo tanto, debe cumplir con reglas cuyo quebrantamiento es imprescindible evitar.
Las facultades de la UBA, por ejemplo, especialmente las de mayor número de estudiantes, no constituyen, precisamente, un ejemplo pedagógico.
Si alguien piensa que un profesor serio puede tener un curso cuatrimestral de 150 o 200 alumnos y que no está obligado a usar otro método pedagógico que el discurso –la \"clase magistral\", modelo de antiparticipación educativa– no conoce el problema universitario. El discurso será atendido por quienes se sientan en los primeros bancos mientras otros conversan, leen diarios o revistas.
¿En qué puede derivar el método comentado? En que el profesor encargado se dé cuenta de la inutilidad de su labor, la derive en ayudantes y todo se transforme en una pequeña farsa. Se corre el riesgo de que el ingreso irrestricto se transforme en egreso irrestricto.
La solución a ese problema es establecer sistemas de selección. Creo que no es aconsejable un examen de ingreso. Sí lo es un curso, que podría hacerse junto con el último año del colegio secundario y que habilitaría a quienes lo aprobaran para entrar en la universidad.
No soy partidario de la fijación de cupos (salvo que las necesidades de materiales didácticos los exijan). Me parece que todos los habilitados para la enseñanza terciaria deberían acceder a ella. Pero esto requeriría un buen método de orientación vocacional, que serviría para corregir alguna sobreconcurrencia a las facultades más pedidas, pero que también exigiría una adecuación presupuestaria para habilitar cursos con no más de cuarenta alumnos, lo cual requiere un mejoramiento del número de docentes y de logística, que tiene costos.
No entiendo por qué esos costos no pueden ser solventados por los alumnos o sus familiares (buena parte de ellos los soportan en la escuela secundaria), obviamente con las becas para quienes no pueden pagar, a las que ya me referí. Recuerdo, además, que una de las fuentes de financiación de la universidad pública es la remuneración lamentable que reciben los docentes.
En un país con 14,7 por ciento de desocupados (a los que habría que agregar a los que gozan de los planes sociales), con más del 50% de pobres y del 25% de indigentes, no veo por qué el Estado debe seguir manteniendo artificios universitarios pedagógicamente incomprensibles sin acudir a la ayuda económica de quienes asisten a las universidades o sus familiares. El incremento pedido se podría dedicar, por ejemplo, a crear obras de infraestructura que servirían para dar trabajo, preferentemente en el interior, para tratar de remediar la inmigración a la Capital Federal y al Gran Buenos Aires que se inició en las décadas del 40 y del 50.
Después de más de 30 años de ejercicio de la cátedra (por concurso) y con ocho años como integrante del Consejo Directivo de mi facultad (por votación), me animo a decir que la universidad argentina y quienes se ocupan de dirigirla deben recapacitar sobre si el apoyo al ingreso irrestricto y a la gratuidad no nos está conduciendo al mantenimiento de una experiencia de la cual la sociedad argentina habrá de recibir escasos beneficios. ¿Deberá seguir rebajándose –con las consabidas excepciones– el nivel de la enseñanza universitaria?
El autor es doctor en Ciencias Económicas y profesor consulto en la Universidad de Buenos Aires.
* Por Horacio López Santiso, para LA NACION