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Los Andes: De Houssay a Maradona

Por Aldo L. Giordano - Abogado

Se ha convertido en un lugar común afirmar que nuestra decadencia es cultural, pero entonces debemos preguntarnos dónde se genera la cultura, esa forma de tratar las personas y las cosas, de pensar y transformar la realidad, ese plan de convivencia que es una suma de tradiciones y prospectivas que nos desbarataron con golpes de Estado, fanatismos homicidas, escándalos financieros y dirigencias prostibularias. Y la respuesta es: en la universidad. La cultura, institucionalmente, fue la Sorbona, la Universidad de Bolonia, es Oxford y Harvard, de donde salen los que están capacitados para prefigurar el futuro.

Dentro de un lustro festejaremos el Bicentenario y constataremos cuánto decaímos en comparación con aquel auspicioso año de 1910, cuando la dirigencia rentista preparaba el acceso al poder de la clase media universitaria, que concretaría su visión del país a través de la Reforma de 1918.

Este Plan Cultural abrió a los hijos de inmigrantes las puertas del conocimiento especializado, y permitió la generación de un pensamiento propio, nacional aunque de origen europeo, ya que abrevó en corrientes dispares como el krausismo, el utilitarismo, y efluentes neoliberales, en una aurora progresista que fue anochecida por las conspiraciones totalitarias y las políticas demagógicas.

La universidad fijó modelos de vida e impulsó el progreso, y se recicló a través de varios premios Nobel, cuya trascendencia estuvo en que conformaban equipos de trabajo que moldeaban el futuro científico y técnico del país: Houssay no sólo descubrió la función de la hipófisis en el metabolismo, sino que creó el Conicet, el Instituto de Fisiología, el de Biología y Medicina Experimental, y propició así la aparición de otro Nobel, esta vez en química: Luis F. Leloir.

Hoy, en cambio, nada menos que el ex subsecretario de Cultura de la Nación, Torcuato Di Tella, olvidado de que su Instituto representó, en la década del sesenta, al modernismo reformista que postulaba estatutariamente “desatar el nudo cultural que traba nuestro desarrollo”, afirma que la educación no debe ser considerada prioritaria, afirmación que, en un país que pretende desarrollarse, es delictual.

Hasta alrededor de 1960 la meta era ser universitario, es decir, alcanzar el podio de un saber específico. Se apreciaba más el saber que el tener. Humildes médicos sabios como Schestakow, que recorría en mula los rancheríos del sur mendocino prodigando su atención a los enfermos, repartiendo medicinas y enseñando higiene, tenían una consideración social que no disputaba un tendero rico.

Pero el aplastamiento de la universidad a partir de la noche de los bastones largos de Onganía, su radicalización en 1973, y la incapacidad para reeditar, después de 1983, un programa de desarrollo nacional, dejó a la Argentina a merced de dirigencias improvisadas y semialfabetas, lo que nos ha llevado a conformarnos y hasta elogiar la tozudez de algún político, basada en su estrechez de miras, o la agilidad rapiñosa de algún otro, en lugar de buscar alguno con condiciones de estadista, como sucede en Chile y Uruguay.

La universidad renunció a formar líderes para convertirse en expendedora de títulos, lo que se agravó al multiplicarse la oferta educativa en un exceso de instituciones privadas en las que el alumno es un cliente que siempre tiene razón.

A lo que se suma que las carreras más elegidas (medicina, abogacía, ciencias económicas) no responden a las necesidades reales del país. Y nadie tiene la valentía de utilizar la capacitación individual, por un lado, y las exigencias de la sociedad, por el otro, como módulos que acoten el ingreso y egreso, reestructurándolas para que en ellas se gradúen juristas y no meros picapleitos, médicos notables o contadores que racionalicen la burocracia fiscal y domeñen su enorme voracidad.

Las profesiones liberales están en crisis, y quienes acceden a un título que no los faculta para ejercer con dignidad, suelen terminar pervirtiéndolo.

Ya en 1878, en el Senado de la Nación, Sarmiento criticaba “la propensión innata de nuestros pueblos españoles a seguir medicina o abogacía”, y pedía que no se fomentaran estas profesiones porque su sobreabundancia “ha de traer males y reacciones” no sólo para la sociedad sino para los mismos egresados que, sin suficiente campo de acción, chocarán con la limitación de que “no ha de ir a clavar cajones un doctor, ni (podrá) dedicarse a sembrar patatas... y como necesitan colocarse en algo, pujarán por ser diputados, ministros, etc.” Si supiera de las cinco facultades de Derecho mendocinas...

Criticaba “el tratamiento de doctor que es exclusivo de la raza española” y que “siendo el objeto supremo el título, no se estudia, se trampea todo lo posible para dar el examen”, y destacó algo fundamental, cuyo olvido empobreció a las últimas generaciones de abogados: “Sin saber todas las humanidades no se puede principiar el Derecho”.

Resulta imposible dejar de citarlo contra quienes creen que la democracia es un banquete de caridad: “Habría más humildad y más estudio si no hubiera todas esas ilusiones de Universidades con las que se engaña al público y (en las que los estudiantes) se engañan a sí mismos, para ahorrarse la molestia de trabajar y estudiar toda la vida, que es lo que se necesita para saber algo”.

Es importante que sepamos dónde está el origen de eso que llamamos decadencia cultural, para frenarla. Es obvio que la universidad no es la única causante de un deterioro social que es mucho más vasto, pero es la que tiene la posibilidad de revertirlo porque convoca a los más capaces pudiendo tornarlos socialmente útiles. Toda la educación, todos sus niveles, son fundantes, pero pensemos de qué hablamos cuando recorremos la cultura griega, el espíritu germano, el Renacimiento italiano o el Iluminismo.

La Argentina fue el país más adelantado de América del Sur. El más alfabetizado y el dueño de una cultura europea gracias a la educación masiva y a universidades de alta exigencia a las que venían a capacitarse los extranjeros.

Fue el tiempo en que este país era conocido como “el de Houssay, el de Leloir”, antes de que nos convirtiéramos en el Cromagnon de Maradona.

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