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Los Andes-Domingo 23: Editorial: El piquete no es una legítima protesta popular

El piquete, como forma de protesta social en la Argentina actual, reconoce su origen en las secuelas de la crisis de 2001-2, cuando los desempleados decidieron expresarse en las calles para hacer oír su voz, intentando llamar la atención de la comunidad toda frente al doloroso hecho de su marginalidad e incremento creciente y -muchas veces- de la indiferencia general ante esta nueva realidad.

03 de mayo de 2006, 15:25.

Pero, con el tiempo, el piquete alteró sus originarias pretensiones para devenir un método más de lucha política ejecutada por cualquier sector social con algo para reclamar. Ya no era más requisito ser desempleado para devenir piquetero. Y además, el piquete se volvió una medida de acción directa utilizada no sólo por grupos postergados, sino también por líneas internas de los propios gobiernos que, de ese modo, hacían sentir su peso ante supermercados o estaciones de servicio o cualquiera que no gozara del favor oficial.
 
Las formas tradicionales de protesta, como la huelga o la manifestación pública, requieren, siempre, algún correlato o relación directa entre los activistas y su representatividad frente al sector que dicen expresar. Por eso, una manifestación por las calles tiene más o menos peso según la cantidad de las personas que la integren. Y una huelga expresa, con la mayor o menor adhesión a ella, si las bases a quienes se alega defender han adherido o no a la decisión tomada por sus dirigentes o militantes más activos.
 
Además, el lugar hacia donde apunta su queja toda huelga o manifestación es hacia aquellas personas o instituciones a las que dirige el reclamo; mientras que, por lo general, el piquete busca perjudicar a la comunidad en su conjunto, para así llamar la atención de los cuestionados en particular. De allí que esa metodología goce de tan escasa simpatía por parte de la población en general.
 
Entonces, mediante el piquete unas pocas personas pueden lograr los efectos buscados aun sin representarse nada más que a sí mismas. Esto es porque el piquete se basa en el temor que generan las medidas de acción directa por él encaradas, que no suelen afectar tanto a la autoridad contra la que se protesta sino a la sociedad en general.
 
O sea, insistimos, el piquete difiere profundamente de las formas democráticas de la protesta popular porque puede ser organizado por cualquier sector que quiera lograr alguna reivindicación y lograr sus efectos aun sin representar a nadie más que a los que hacen el piquete o a los que mandan hacerlo. Por lo tanto, casi nunca expresa una protesta de masas sino a grupos minoritarios.
 
Lo lamentable es que algo en el clima político oficial actual está permitiendo -y hasta alentando- este método tan discutible para la obtención de reclamos. Es muy posible que, al principio, las autoridades gubernamentales hayan creído poder utilizar a los piquetes para sus propios fines. Pero como suele ocurrir en estos casos, el piquete terminó diferenciándose de su mero uso “oficial” para ser utilizado por cualquiera que quisiera hacerlo. Y entonces se volvió un búmeran hacia el mismo oficialismo que buscó ponerlo a su favor.
 
Es así que hoy unos pocos individuos movilizados logran echar a jefes de Estado o cortar puentes internacionales, aunque el sentir mayoritario de la sociedad pueda estar en contra de esas metodologías, y hasta incluso de sus fines. Pero eso no tiene la menor importancia para el piquete porque, para sus integrantes, la opinión mayoritaria puede ser ignorada ya que -con ella o sin ella- los objetivos buscados se logran igual, ya que el Estado que prohijó esta metodología ahora se siente moralmente inhabilitado para intentar disuadirlos con sujeción a la ley y al derecho. Ley y derecho que, obviamente, no admiten que ningún grupo particular se atribuya la representación del pueblo, al menos en una democracia republicana como la que nuestra Constitución establece.
 
El estilo piquetero avanza tanto que ahora impide incluso la elección de autoridades en la más importante universidad del país, donde un grupo de estudiantes no sólo se limita a protestar o disentir contra la elección de un rector (cosa admisible), sino que ha logrado impedir que los mecanismos universitarios puedan funcionar, habiendo asumido así, este sector minoritario, el gobierno de facto de tal institución educativa.
 
Aun en Mendoza, un sector sindical estatal que ejerce el constitucional derecho de huelga, no tiene mejor idea que “complementar” el mismo con un piquete en una ruta internacional, impidiendo la libre circulación de vehículos y de personas, cuando esta forma de protesta no tenía absolutamente nada que ver con el reclamo ni los reclamantes. Una barbaridad que, dentro de este clima, hasta pasa desapercibida.
 
Si la acción directa de minorías organizadas enfocada hacia el perjuicio de la comunidad en su conjunto es la que co-gobierna en la Argentina, evidentemente se está conformado un sistema político que poco tiene que ver con el que expresan nuestras leyes. Y con el que, suponemos, desea la mayor parte de nuestra ciudadanía.

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