Por un lado, debe enfrentar cuadros sociales de extrema gravedad. Por otro, intentar recuperar su empuje productivo e industrial, que alguna vez la distinguieron como uno de los países más evolucionados en esta parte de las Américas.
Sin embargo, la búsqueda no puede ser realizada en forma parcial, sino dentro de un conjunto de requisitos que marcan el real avance de un país. En estos tiempos, por ejemplo, no solamente debemos lidiar con las importaciones que, provenientes del Brasil, compiten con nuestra propia producción industrial, sino con el hecho de que, merced a una cuidadosa política de inversiones y desarrollo científico y tecnológico, nuestro vecino logró cerrar brechas que ante aparecían insuperables.
La Argentina tiene una tradición que, en su momento, la ubicó a la cabeza en materias que parecían reservadas para naciones del primer mundo. Fue, por ejemplo, uno de los primeros países del continente en fabricar y volar aviones de industria nacional, convirtiéndose en pionera en ese sensitivo campo.
En los años en que esto se producía, solamente un país con sólidos basamentos técnicos y científicos podía aspirar a desarrollar ese tipo de actividades.
En el mismo campo, y en los años ’50, se convirtió en el primero de los países de la región en volar aviones a reacción de diseño y fabricación propia, aunque con turbinas importadas. Los Pulqui I y II aún yerguen su silueta en el museo aeronáutico del Aeroparque de Buenos Aires como testimonios de nuestros anteriores avances.
No solamente en ese terreno hemos brillado: no existe ningún otro país de Sudamérica que pueda exhibir tres premios Nobel en materias relacionadas con las ciencias: los de Bernardo Houssay, Federico Leloir y, últimamente, César Milstein. En este último caso, aunque recibió el premio por investigaciones realizadas en Inglaterra, el propio Milstein reconoció que su bagaje de conocimientos y proyectos los desarrolló en nuestro país. Los ingleses, sabios, pusieron a su disposición los equipos humanos y laboratorios que nunca tuvo en la Argentina.
Hasta el día de hoy, en ámbitos como los del Conicet y otros organismos de investigación que trabajan en su órbita o en forma coordinada, se desarrollan tareas de investigación que en muchos casos han podido ser aplicadas en avances en muchos campos, y eso pese a que sus cuadros se vieron diezmados y sus presupuestos restringidos a un máximo durante los años en que se consideraba mejor importar tecnología y no desarrollar la propia. Nunca decayeron ni el ingenio ni la inventiva de sus científicos.
Las bases para reiniciar proyectos de toda índole está, pues, esperando las inversiones adecuadas, para que la Argentina pueda recuperar el desarrollo científico y tecnológico que llevaron al reconocimiento del mundo y a que sus investigadores sean bien recibidos en otras partes. Se argumentaba, hace algunos años, que no tenía sentido que el Estado invirtiera en campos que se consideran reservados a la actividad privada, pero esto no es tan así ni siquiera en las naciones más desarrolladas: en materias sensitivas, son organismos del Estado los que se encargan de dictar lineamientos y hasta desarrollar grandes proyectos.
En la Argentina debe, pues, potenciarse la tarea de los organismos estatales, que tantas satisfacciones nos han dado. Y se puede propiciar que la actividad privada extienda su tarea a las investigaciones, como sucede en otras naciones, mediante medidas de aliento, que podrían consistir en desgravaciones en proyectos que pudieran ser aprobados por organismos como el Conicet.
Así, se dispondría de dos vertientes para nuestro desarrollo y recuperar lo perdido en tantos años de negación de nuestras capacidades.
Hace algunos días se recordaba el centenario de los principales enunciados de Albert Einstein y su aporte a la ciencia mundial. Modestamente, la Argentina debe seguir la línea que dejaron marcada ese y otros valiosos científicos, entre los cuales, paradójicamente, como hemos señalado, figuran tres de nuestros connacionales.