La escuela en la Argentina sufre los sacudones del cambio porque está inserta entre las instituciones componentes del país, pero es la única a partir de la cual puede optimizarse el proceso de mutación que se da en lo social, separando los elementos no deseados, conservando valores que son permanentes, incorporando los nuevos que se presenten como aceptables y englobando todo eso en un proceso de enseñanza y aprendizaje que debe preparar a nuestros niños y jóvenes para desempeñarse en el futuro como seres útiles a sí mismos y a los demás.
La enseñanza debe tener en cuenta tanto la realidad de los cambios como la necesidad de que se produzcan, y debe hacerlo en forma tal de englobarlos en un todo cuya resultante sea la capacitación de la niñez y la juventud.
Se entiende, si bien se lee la Constitución, que enseñar y aprender son derechos. Para quienes asumen la tarea de docentes, es también una obligación. Por imperio de las leyes que se han dictado en acuerdo a la Carta Magna, es también obligación de los progenitores facilitar el acceso de sus hijos a la educación y es también obligación de los últimos obedecer a sus padres y aprender en los institutos de enseñanza lo que allí se les enseña. Dentro de ellos, tienen la obligación de obedecer las indicaciones que se les imparten y que se adapten a las necesidades de la enseñanza. El ejercicio de todo derecho trae aparejado obligaciones, y eso es algo que deben asumir todos los que participan del proceso educativo.
Pero, este proceso de derechos y obligaciones debe darse dentro de un marco en el cual imperen la lógica y la razonabilidad. Si no se adhiere a ello, se corre el riesgo de que se vean desvirtuados y anulados los efectos que se pretende obtener.
Por varios años, la permisividad se convirtió en un elemento que conspiró contra el proceso educativo. No se demandó cumplimiento en materia de estudios; en vez de adecuar programas a cambios relevantes, se los simplificó y privó de contenidos; no se hizo respetar el sistema jerárquico dentro de las instituciones de enseñanza.
Por otro lado, muchas familias dejaron de ser el elemento básico de contención de los educandos en materia de disciplina y no realizaron la parte que les correspondía en la tarea de aprendizaje. Los chicos, por supuesto, pasaban de grado estudiando poco o nada, y se convertían en indisciplinados. A cambio de ello se evitaban la repitencia o la deserción escolar.
Pero, el resultado comenzaba a advertirse cuando los jovencitos pretendían pasar los exámenes de ingreso a la universidad y fracasaban por su escasa preparación.
Por un tiempo, pareció que esto estaba en proceso de reencauzamiento. No se trataba, se indicó, de volver a los esquemas autoritarios y paternalistas que antes imperaban en escuelas y colegios, ni a la enseñanza que se asumía como un extenso recitado y se incorporaba de memoria. Se comenzó a exigir disciplina y cumplimiento dentro de los colegios y se trabajó intensamente en la formulación de programas de estudio adaptados a la realidad de cada comunidad donde se inserta la escuela.
La naturaleza indócil de la adolescencia debe conocer de límites razonables, se indicaba, ya que de otra forma se hace imposible dictar clases dentro de cursos generalmente superpoblados.
Por eso resulta bastante justificada la reacción del SUTE, agrupación que nuclea principalmente a los docentes provinciales, cuando se dieron a conocer en forma inopinada cambios en el proceso antes determinado para la aprobación de materias previas, que son las que algunos alumnos, muchos debemos agregar, no alcanzaron a aprobar en un curso anterior.
Lo que se exigía era que el alumno rindiera examen de la materia que no había aprobado, a fin del ciclo lectivo o en febrero del año siguiente, antes de que se reiniciaran las clases. Lo que se propone ahora es una forma de recursado de la materia en el año posterior, mediante una preparación y evaluación que debería realizar el docente en forma simultánea al dictado de clases sobre lo que es obviamente un escalón superior del conocimiento.
Tiene razón el sindicato cuando indica que esto provocaría perjuicios al resto de los alumnos y complicaría en forma extraordinaria e injusta la tarea del docente que, a la par de atender un curso, debería reenseñar al alumno lo que no aprendió en el ciclo anterior.
Ya es muy sacrificado llevar a cabo la enseñanza en edificios en muchos casos faltas de básicas comodidades o elementos de apoyo didáctico, frente a cursos cuyo número de educandos es claramente excesivo, y en un medio en el cual, en muchos casos, sigue reinando un fuerte componente de indisciplina.
Los docentes deben preparar sus clases, corregir trabajos prácticos y exámenes, pero también deben participar de reuniones de coordinación, realizar planificaciones que abarquen todo el ciclo lectivo, mantenerse actualizados en los avances o cambios en sus respectivas especialidades y todo eso demanda una gran cantidad de tiempo y trabajo que deben cumplir en sus propias casas fuera de sus horarios regulares de trabajo.
Sumar a esto otro elemento que no haría más que distorsionar la ya compleja funcionalidad de las horas de enseñanza resulta, pensamos, excesivo. Se desvirtúa de esta forma el anunciado concepto de establecer pautas de mayor exigencia en materia de estudio, y se vuelve al facilismo que tanto y con justa razón se denostó en su oportunidad.
Creemos que la medida constituye un paso atrás en lo que debería ser un proceso de afirmación de los valores del conocimiento, y que puede llevar a muchos educandos a la equivocada conclusión de que da lo mismo estudiar que no hacerlo.
Debe ser revisada esta iniciativa y afirmarse las normas que establecen la obligación de aprender por parte de los alumnos, como primer paso de su tránsito hacia una vida en la que nadie tiene tantas contemplaciones con quienes no cumplen adecuadamente con su deber.
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27 de noviembre de 2024