Y en este clima agresivo, también lo es iniciar las clases con el llamamiento a una huelga general del gremio, esta vez no por reivindicaciones salariales o algo que se le parezca, sino porque no coinciden con un cambio curricular muy cercano al sentido común, pese a que lo haga un gobierno del mismo signo al que aplicó la materia que hoy se pretende revocar, y también pese a que el cambio se haya hecho de manera un tanto apresurada. Razones más que suficientes para debatir, pero jamás con los discutibles (por decir poco) métodos empleados.
No obstante, sin justificarse en absoluto tales desmanes, hasta podría tenderse un manto de piadoso perdón sobre los exabruptos cometidos frente a la Legislatura si solamente se tratara de la angustia de maestros y profesores temerosos de quedarse sin empleo por una medida no suficientemente deliberada. Pero ello no es así, porque no se trata de la primera vez que estas cosas ocurren. Y su reiteración constante debe hacer llamar a la sincera y profunda reflexión a los provocadores de tales despropósitos.
Para no extendernos demasiado en el tiempo, ya en épocas del gobernador justicialista Rodolfo Gabrielli, cuando se estaba discutiendo en la Legislatura la promulgación de una ley provincial de educación consensuada por todos los partidos políticos de Mendoza, un grupo de gremialistas organizó un caos enorme desde las tribunas legislativas e impidió que la legislación que contaba con tamaño aval político pudiera concretarse. Aunque en ese caso más deplorable aún que la actitud de los sindicalistas fue la pusilanimidad de los representantes políticos, que cedieron frente a la provocación.
Años después, durante el gobierno justicialista de Arturo Lafalla fueron también los dirigentes gremiales de la educación quienes promovieron un deplorable “escrache” frente a la casa de la por entonces directora general de Escuelas, Marta Blanco, por no coincidir con una medida propuesta por la funcionaria educativa.
Luego, durante la gestión de su sucesor, el gobernador radical Roberto Iglesias, la misma organización agredió verbalmente con palabras nada razonables en quienes se llaman a sí mismos “trabajadores de la educación”, cuando a un plenario de los mismos se acercaron un par de funcionarios enviados por el entonces director general de Escuelas, Hugo Dutch, para dialogar sobre las diferencias entre gobernantes y gremialistas.
Con actitudes como éstas se echan por tierra todos los intentos de diálogo, que también existen, a través de los cuales es posible mejorar las propuestas oficiales y hasta cambiarlas por otras cuando no son adecuadas. Con actitudes como éstas se predica la intolerancia, precisamente cuando las banderas de los gremialistas insisten en la participación y el diálogo como instrumentos principales de debate. Además, si a veces el Gobierno toma medidas inconsultas o apresuradas, la mejor respuesta no puede pasar por un asambleísmo frenético que enardece e inflama los ánimos en vez de apaciguarlos para desde allí luchar -con los sanos argumentos de la razón- por las reivindicaciones que se consideran legítimas. Porque así como el libertinaje no es libertad, el democratismo tampoco es democracia.
Mientras se persista en estos métodos, el oficialismo siempre tendrá razón, la tenga o no, porque esta metodología no fomenta el debate sino que lo clausura, y los sindicalistas educativos terminan, a la postre, favoreciendo aquellas cosas a las que se pretenden oponer.