A diez años de la sanción de la Ley Federal de Educación circulan en los ámbitos de discusión de la política educativa críticas a sus resultados, formuladas tanto por quienes rechazamos que se sancionara y fuimos críticos de su implementación como por algunos de sus autores y protagonistas.
Corren vientos de cambio del modelo de organización escolar. Creo, sin embargo, que es menester que se realicen evaluaciones responsables y serenas de lo acontecido, que superen las dos posturas que dividieron las opiniones en la década de los ’90: unos insistían en no cambiar ni una coma de la ley y otros en, sencillamente, derogarla. Esta advertencia tiene un fundamento histórico: repetidas veces, al derogarse reformas de gestiones anteriores, la educación ha sido retornada a los cauces del tradicional modelo decimonónico.
Por eso quiero referirme a uno de los peligros que se corren si, en pos de reparar los males causados por la Ley Federal, se restaura aquel modelo: una educación media encauzada hacia la formación de bachilleres carentes de saberes socialmente productivos, destinados en su mayoría a fracasar en la universidad y a sufrir la insuficiencia de su preparación para el trabajo.
Al respecto, es un error considerar que formar para la universidad o para el trabajo son finalidades antinómicas de la educación de los adolescentes.
Tampoco son incompatibles para su transmisión, sino necesariamente vinculados, los conocimientos que la humanidad acumuló hasta el siglo XX y los emergentes en el XXI. Los primeros son patrimonio de quienes fuimos alumnos de la centuria pasada y nos cuesta mucho aprender los segundos: recurrimos a los jóvenes para entender la lógica de los celulares, las computadoras y los nuevos estilos narrativos. No se trata de defender la enseñanza del lenguaje, de la historia o de la música clásica contra la informática, la biotecnología o el net-art, sino de entender que es en la articulación de ambas vertientes donde debe educarse a las nuevas generaciones. Y que el propio criterio de "conocimientos básicos" debe cambiar en su lógica y en sus contenidos.
En cuanto al trabajo, debería ser un concepto clave de la educación desde el nivel inicial. Así lo plantearon las pedagogías democráticas del siglo pasado y existe amplia experiencia en el enlace entre saberes básicos y saberes del trabajo, desde la famosa Escuela del Trabajo del alemán Kerschensteiner y la educación politécnica socialista, hasta opciones tan cercanas como el Colegio Carlos Pellegrini, del cual los jóvenes egresan listos para la universidad y para el trabajo. O la antigua Escuela Normal, que enseñaba un currículum clásico, más los saberes laborales de un docente.
Recordemos que a principios del siglo pasado los sectores más lúcidos temían la influencia sobre el futuro de una escuela media que formaba lo que en la época se llamó "tinterillos", pero la introducción de saberes del trabajo les fue disputada durante décadas por los conservadores. Estos últimos impulsaban que se enseñara a trabajar a los sectores populares en circuitos diferenciados, manteniendo la educación clásica como un privilegio. Muchos educadores socialistas y radicales, y luego el peronismo, vinculaban el trabajo con la dignidad y el futuro de un país que superara el mito de un eterno progreso basado en la renta agraria y defendían el derecho universal a acceder a una cultura productiva.
Los proyectos educativos neoliberales también promueven la diversificación del sistema educativo, para ofrecer paquetes de conocimientos de distinto peso material y simbólico: como en el pasado, no saberes para los indigentes, saberes de oficios para los pobres y saberes profesionales para los ricos. Pero un proyecto de reactivación de la Argentina debería contemplar el fortalecimiento del capital cultural del conjunto de su población, proporcionando a todos una sólida base de saberes generales y de saberes del trabajo, con la misma posibilidad de acceso a todo el sistema educativo.
Se trata de formar argentinos capaces de competir, con un sentido democrático, en el mundo que les toque vivir, pero ante todo proporcionarles los instrumentos para entenderlo y cambiarlo.
¿Qué hacer con la enseñanza media, entonces? Hoy la mayoría de los argentinos ha perdido su obsesión por tener hijos doctores, para aspirar a que adquieran una capacitación que les permita trabajar dignamente.
Estamos ante el reto de superar la reforma de la enseñanza media de los ’90, pero sin ceder a la inercia de los remanentes del viejo sistema, que impulsan eliminar el Polimodal, a la vez que establecer circuitos especiales de capacitación laboral, semejantes a las viejas escuelas de artes y oficios para pobres, con una agravante: descomponen los currícula en "competencias" limitando la enseñanza a demandas de empleo directas. El Polimodal fue muy mal diseñado y peor aplicado, porque no se tuvieron en cuenta previsiones de desarrollo regional y local, de empleo y de vocaciones juveniles, y porque fue arrollado por la crisis orgánica de la sociedad. Pero la introducción de una educación polimodal para los adolescentes (se implementó en todas las jurisdicciones excepto la Ciudad de Buenos Aires y Neuquén) fue un acierto que es necesario sostener y mejorar con saberes básicos y recursos tecnológicos de primera línea. Hay que rearticular el tercer ciclo y el Polimodal, sostener este último y garantizar en ambos un currículum adecuado a los adolescentes, a la época que vivimos y al país que queremos, y mejorar las escuelas técnicas garantizando en ellas conocimientos amplios y actualización de los tecnológicos.
La decisión pedagógica acerca de qué saberes se considerarán socialmente productivos e ingresarán a los currícula es una anticipación del futuro de la Argentina.