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Los Andes: Opinión: Educación: la trampa del facilismo

En los últimos seis años se redujo la cantidad de horas de materias duras y filosofía, se otorgó a los alumnos concesiones inauditas y se recurrió a la falta de exigencia para ocultar los índices de deserción y fracaso escolar; en nombre de esa burda falacia de la escuela inclusiva.

30 de junio de 2005, 12:03.

El 5 de marzo de 1999, el diario La Nación publicó un artículo -con el título Las trampas del facilismo - que elaboré sobre la base de mi experiencia docente y política. Allí señalaba las causas primeras que marcaron el trabajo -lento, pero pertinaz- de destrucción de la escuela pública y con ello la educación popular sarmientina, sobre la que se edificó el honroso historial educativo de nuestra República.

Seis años después, frente a la evidencia del fracaso absoluto de la Ley Federal de Educación sancionada en 1993, considero útil, en el mismo espacio, actualizar algunos párrafos de aquel trabajo para demostrar que no fueron presunciones deliberadamente equívocas o agorerías perversas para obstruir una buena obra de gobierno.

En efecto, en aquel texto se lee: "El facilismo invita a seguir la línea del menor esfuerzo; todo contenido que entrañe movilizar los mecanismos de la inteligencia hasta llegar a un rendimiento óptimo es eliminado. Desaparecen, de este modo, asignaturas formativas y se las reemplaza por el aprendizaje de técnicas que caducarán mañana con el vertiginoso cambio que lleva la revolución científica de nuestro momento histórico".

El facilismo homologa a maestros y alumnos para el intercambio de saberes; reduce la función del docente a la de un coordinador de panelistas en una mesa redonda entre pares; llama autoritarismo a las normas esenciales de respeto recíproco exigidas para una armoniosa convivencia en el aula y en la escuela; establece criterios de evaluación reñidos con elementales niveles de competencia; niega la necesidad de continuar en la casa la tarea iniciada en clase; descalifica, humilla y pauperiza al docente, mientras procura apoyarse en planteles laxos y adocenados; proscribe el imperativo ético del deber ser y consagra, finalmente, el dogma fascista: "El Duce tiene siempre razón" bajo la nueva fórmula: "El alumno tiene siempre razón", aunque se trate de un insulto a un profesor o la amenaza con una navaja sevillana.

El facilismo es el desiderátum de la demagogia. La formación del hombre lábil, opaco y acrítico, incapaz de comprender y evaluar los procesos sociales y políticos profundos, es el sólido basamento de las dictaduras o de las seudodemocracias populistas.

¿Qué ocurrió durante los últimos seis años, a posteriori de la enumeración sobre los caracteres del facilismo que el artículo señalaba, sino su peligrosa exacerbación, incentivada por una política educativa ajena a la tradición republicana y democrática que marcó horas de gloria para la escuela en la que se forjaron legiones de argentinos industriosos y probos?

En efecto, un diseño curricular estructurado con objeto de reducir el estudio de las ciencias duras y filosóficas, ordenadoras del pensamiento lógico en el difícil tránsito hacia el conocimiento racional, explica el estrepitoso fracaso de los exámenes de ingreso en las universidades nacionales, así como el deplorable manejo de la lengua por ignorancia de su gramática y por la abolición de la lectura oral y comprensiva, juzgada por algunos "pedagogos de vanguardia" una antigualla inoperante para estos tiempos cibernéticos.

El país asistió, anonadado, a un verdadero torneo -casi deportivo- entre las distintas gestiones educativas para otorgar a los alumnos concesiones inauditas, con menoscabo para las jerarquías legítimas investidas por el personal directivo y docente.

La lenidad en la evaluación y la promoción fueron la consigna que debieron seguir maestros y profesores para ocultar los altos índices de deserción y de fracaso escolar, todo ello en nombre de esa burda falacia de "la escuela inclusiva", con la cual se aspira a cohonestar la estafa intelectual a niños y jóvenes cuyas carencias cognitivas hipotecarán, inexorablemente, su destino.

Como corolario, una anomia generalizada rompió todos los cánones disciplinarios tradicionales y condujo a que las amenazas a los docentes y los insultos, ya habituales, derivaran en agresiones físicas -en determinados casos con la participación de los padres-, en grescas entre patotas dentro de la escuela y fuera de ella y, como culminación, en luctuosos hechos de sangre jamás registrados en la historia escolar.

La Ley Federal de Educación ha fracasado, pues, por retrógrada y antipedagógica. La polémica que agitó encendidos debates se cierra por imperativo de una verdad inapelable. No obstante, los responsables de la debacle, y los intereses corporativos que cogobiernan con ellos, trabajan en el emparche artero de algún aspecto de la estructura, pero preservando siempre, como hecho consumado, el principio filosófico (ínsito en la ley) con respecto al carácter supletorio o subsidiario que el Estado debe cumplir en el gobierno de la educación.

El ministro y sus adláteres no aluden a la ley, puesto que comulgan con su filosofía, mientras, con singular urgencia, como un testimonio de su preocupación para solucionar definitivamente los problemas educativos, lanzan una ostentosa convocatoria a los gremios docentes y organizaciones empresariales para la elaboración de un proyecto de ley que asegure el financiamiento educativo.

La experiencia histórica documenta que esa nueva argucia no funcionará, porque hasta un lego en materia pedagógica intuye que la solución debe ser integral. El financiamiento educativo aislado es una engañifa más si no se compadece con una ley orgánica de educación que garantice la preeminencia del Estado en el gobierno de la educación y restaure las bases filosóficas de lo que fue nuestra brillante escuela pública. El financiamiento es, por lo tanto, inescindible del cuerpo normativo.

El Congreso de la Nación, por mandato constitucional, es quien dicta las leyes. La Ley Federal fue votada por la mayoría peronista de ambas Cámaras, insensible a las advertencias de instituciones y especialistas que esclarecieron con antelación los alcances nefastos de ese instrumento legal.

El presidente Sáenz Peña, en 1916, dijo: "Sepa el pueblo votar". Las elecciones legislativas de octubre suponen una excelente oportunidad para que todos los candidatos omitan los remanidos ditirambos a la educación y expongan, en cambio, sin circunloquios, cuál será su actitud cuando se debatan en el recinto los proyectos para derogar la ley.

Hay que recordar que las plataformas electorales no son señuelos para atraer votos de incautos, sino un compromiso moral sellado en las urnas el día de los comicios.

En la vieja Roma, en sus tiempos de gloria, cuando se ejercitaba la virtud republicana, se acuñó un apotegma ético para el desempeño de los cargos públicos: "Salus populi suprema lex", el bienestar del pueblo es la ley suprema.

La pequeña república de Finlandia, que conquistó su independencia con el fin de la Segunda Guerra Mundial, trasladó la fórmula romana e hizo de la educación para todos su "lex suprema". El supuesto milagro de ocupar hoy el primer lugar en calidad de vida entre todos los países del mundo fue la consecuencia de haber gobernado con absoluta honradez cívica para el logro de la meta más alta: "salus populi".

La educación popular soñada, en aquel lejano siglo XIX de nuestra Independencia, por Moreno, Belgrano, San Martín, Echeverría y Sarmiento, entre tantos otros, denuncia, con la vergonzosa decadencia de nuestro presente, la inmensidad de la deuda ético-cívica que los argentinos deberemos saldar con el mandato de nuestros orígenes históricos: Mayo, progreso, democracia. La Nación

* Por Nélida Baigorria, ex diputada nacional

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