El autor comienza con una primera afirmación: el mundo académico es de izquierda, según lo ha demostrado John Tierney a través de una encuesta: la proporción de profesores demócratas frente a los que se clasifican como republicanos es de nueve a uno. Primera consecuencia de esta lectura: todo demócrata en los Estados Unidos es de izquierda.
El paso siguiente ya no se basa en aquella “amplia encuesta”. Afirma el señor Montaner: “La experiencia y la simple observación indican que ese fenómeno se repite en todos los países de Occidente”.
Y en Occidente, es sabido, están Latinoamérica y Europa. Por lo tanto, en toda esa extensión del planeta sería posible reconocer una relación de nueve académicos de izquierda a uno equivalente a los republicanos.
El autor no se queda en el plano de tamaña generalización. Añade que hay izquierdas e izquierdas. La academia norteamericana “es dulce y obediente de la ley”, sus elucubraciones, incluidas las de Chomsky, concluyen en algún artículo divulgado por Internet o “sepultado en una oscura publicación que apenas leen unos pocos.”
Algo muy diferente a América Latina y Europa, según puede apreciarse en ejemplos que trae el autor: Sendero Luminoso surgido de un departamento de filosofía; los terroristas vascos de ETA, incubados en seminarios católicos: los jesuitas de El Salvador y Nicaragua, que alentaban desde sus universidades a las guerrillas comunistas.
Una obvia diferencia, sigue el autor: la izquierda norteamericana no cuestiona el modelo de sociedad en que vive, “no hay en ella espacio para las utopías.” Y añade: “En estas latitudes, en cambio, no quieren corregir la realidad, sino dinamitarla para construir sobre los escombros un mundo maravilloso.”
Las conclusiones de esta primera parte del texto se desencadenan así: hay una buena izquierda, la del norte, y una mala, la de toda la academia (casi toda, no olvidemos la relación 9 a 1 latinoamericana y europea).
En estos países el 90% de los académicos somos dinamiteros en potencia, porque en ellos hay espacios para la maldición de la utopía.
El puente entre la primera y segunda parte del texto consiste en una pregunta que vale la pena transcribir: “Entonces, ¿cómo los republicanos en Estados Unidos, o los conservadores en Italia o en Colombia pueden ganar elecciones, si en casi todas las instancias y escenarios en que se discuten propuestas y soluciones para los conflictos sociales prevalecen ideas contrarias a las que ellos sostienen?” Las “instancias y escenarios” son para el autor las universidades, con las enormes proporciones de dinamiteros apuntadas, sólo ellas.
La respuesta, matizada por un “acaso” y un “probablemente”, es la siguiente: en la información de las personas y en sus juicios de valor están presentes el peso de la familia o de la figura más respetada dentro de ella. Frente a películas como las de Michael Moore a la hora de votar en el país del norte “prevaleció la remota voz del padre, de la madre, de algún abuelo o hermano, escondida en un insospechado recoveco de la memoria.”
Concluye el señor Montaner afirmando que no se trata de describirles a los electores el contorno de la realidad, sino “entender cómo ellos la perciben. Los políticos que lo logran son los que triunfan.”
La segunda parte del texto nos pinta un mundo producto sólo de lo adquirido en el seno de una familia descontextualizada; entre la voz del padre, la madre, el abuelo o un hermano no hay nada, todo se resuelve en esas primeras relaciones y las posteriores asechanzas de las huestes universitarias.
El señor Montaner no dice una sola palabra de los medios de comunicación, de los estudios que vienen mostrando, hace más de 50 años, otras fuentes de influencia en la opinión pública; de los inmensos dispositivos de propaganda proyectados a escala planetaria para justificar aventuras bélicas cada vez más demenciales. Tal vez la lectura del libro de Noam Chomsky -“Los guardianes de la libertad”-, le permitiría al autor reconocer algunos recursos de ese inmenso arsenal dirigido a orientar la agenda de la opinión pública.
Las afirmaciones acerca de una universidad colmada de conspiradores y posibles dinamiteros son tan faltas de sostén en lo que ocurre en esos espacios, como las pinturas de un mundo idílico de construcción de las percepciones, sobre el cual nada influye ni influirá.
Generalizaciones como las primeras y vaciamientos de contextos como las segundas, carecen de base no sólo científica, sino también de sentido común.
Inmersos como estamos en los paradigmas de la complejidad, esperamos de quienes pretenden leer realidades, propuestas más serias.
Nuestras universidades realizan un dignísimo trabajo en el seno de las sociedades latinoamericanas y europeas; son, con sus grandezas y también con sus pequeñeces, espacios de reflexión, de búsqueda, de aspiraciones al conocimiento y a la transformación social.
Y, de manera irreductible, son espacios de la contradicción entre las posturas de quienes las integran, y no madrigueras de pensamientos únicos, de esos que pretenden entrar a saco a la lectura de la realidad a base de generalizaciones y simplificaciones.