Después de la Segunda Guerra Mundial, los líderes europeos dieron inicio a uno de los experimentos más ambiciosos jamás realizados: el proceso de integración europea. Apoyándose en la idea de conseguir una mayor proximidad e interdependencia entre los países de la región, a tal punto que una guerra entre ellos fuese inimaginable, esos líderes consiguieron establecer un nuevo ritmo de prosperidad y desarrollo en el Continente Europeo.
No obstante, a pesar del éxito de las acciones políticas y económicas para la integración regional, esos líderes europeos aún se hacían una pregunta fundamental: qué hacer para que la cultura de integración, de tolerancia y de convivencia intercultural no se mantuviese limitada a las élites políticas, y pudiese llegar efectivamente a las poblaciones. Aunque la integración, inicialmente económica, se haya “desparramado” hacia la arena política, después de un tiempo se notó que un proyecto verdaderamente sostenible tendría que contar con la integración de “corazones y mentes” de los ciudadanos europeos, sin la que todo el proyecto estaría condenado al olvido.
Se intentó responder a tal desafío de varias maneras: eventos culturales continentales, como la elección anual de las “Capitales Culturales de Europa”, torneos deportivos, fortalecimiento de las instituciones más cercanas a las poblaciones, como el Parlamento Europeo. Todas esas acciones tuvieron gran repercusión y contribuyeron para robustecer el sueño de una Europa integrada. Sin embargo, ninguna de ellas tuvo tanto impacto en la creación de una “conciencia continental” como un programa inaugurado en 1987 por la Comisión Europea para apoyar el intercambio de estudiantes universitarios.
Al programa se le bautizó con el nombre de Erasmus, en homenaje al filósofo, teólogo y humanista, Erasmo de Rotterdam (1465-1536), un icono de la interculturalidad, que vivió y trabajó en diferentes lugares de Europa, en búsqueda del conocimiento y de la experiencia que sólo podrían obtenerse a través del contacto con otros países. El programa Erasmus se basaba en un lema simple: “llevar los estudiantes a Europa, y llevar Europa a los estudiantes”, lo que permitiría, por un lado, que los estudiantes universitarios pudiesen pasar un período de sus estudios en una institución de educación superior en otro país del continente, y por otro, que se incentivase la inclusión de temas compartidos entre los países europeos, en los programas de estudio de diversos cursos universitarios, de forma de aumentar el conocimiento de los estudiantes acerca de Europa. En 1987, cuando se lanzó la idea, solamente tres mil estudiantes recibieron contribuciones para poder conseguir participar en el programa en once países. Quince años después, en 2002, se conmemoró la cifra impresionante de 1 millón de estudiantes atendidos en 30 naciones europeas.
Es en este momento en que los países de América Latina, sobre todo los que integran el llamado Mercosur, están perfeccionando el intercambio de experiencias en diversas áreas y definiendo acciones conjuntas en el ámbito económico, nada más adecuado de lo que se invierte también en el intercambio educacional y cultural, de forma de fortalecer aún más la aparcería en la región. Son naciones que tienen todas las condiciones para aplicar un programa de intercambio en el modelo del Erasmus, lo que podría contribuir decisivamente para el desarrollo social y económico de la región.
Es bueno recordar que la diversidad de culturas abre terreno propicio a los intercambios culturales y al desarrollo de las capacidades creadoras que alimentan la vida pública. En nuestras sociedades, cada vez más diversificadas, es indispensable garantizar una convivencia armoniosa y estimular la voluntad de aprender con las diferencias entre personas y grupos procedentes de horizontes culturales variados. Un “Erasmus” en América Latina tendría la ventaja de aproximar a los ciudadanos de la región, reduciendo así las barreras, incluso lingüísticas, entre nuestras sociedades vecinas. Las crisis que afectaron el bloque del Mercosur en los últimos años muestran la necesidad de profundizar esa integración. Como nos enseña la experiencia europea, una de las mejores formas de alcanzar ese objetivo es invirtiendo en los jóvenes universitarios.
Se debe destacar, que el intercambio de experiencias con alumnos y profesores de otra institución de enseñanza, es elemento central para la formación del estudiante. Por otro lado, se ofrece la posibilidad de disfrutar de un nuevo ambiente académico, muchas veces en instituciones de excelencia de otros países, lo que contribuye para el desarrollo intelectual del alumno. También es importante mencionar la posibilidad de intercambio con los grandes centros de investigación y enseñanza, permitiendo la formación de mano de obra cualificada en todas las regiones. Sin duda todos saldrán ganando con una integración que permita “llevar los estudiantes a los países del Mercosur, y llevar el Mercosur a los estudiantes”.
* Por Jorge Werthein, Doctor en Educación, Representante de la UNESCO en Brasil.