El niño travieso se arremanga el puño delantal y pone la palma de una mano hacia arriba, recibe el sablazo ignominioso del puntero, se aguanta, quizás, las ganas de gritar, y se va derechito al rincón, en penitencia. La escena más o menos habitual a principios del siglo pasado, ya no existe, afortunadamente, en las escuelas argentinas. La concepción del maestro como déspota del aula, investido de todos los derechos, aún el de infligir castigos, se acabó hace tiempo. Y también se acabó -pero esto es más reciente, desde el retorno de la democracia- la concepción “autoritaria” de al autoridad pedagógica, la idea del decente como depositario único y exclusivo de un saber inequívoco que los alumnos deben absorber tal cual le es ofrecido, sin averiguar el cómo ni cuestionarse el por qué, como obedientes esponjas vestidas de blanco. (...)
Contenido relacionado